Sunday, June 24, 2012

 

Wilhelm

En Argentina fue inscripto como Guillermo, dado que no aceptaron el nombre real que hubieran deseado sus padres y que, de todas maneras le impusieron con el tiempo por costumbre. Si bien difícil de pronunciar, cuando uno se lo escuchaba varias veces aprendía a aspirar fuerte al decir “vil-jel”.
Sus padres, provenientes de una familia industrial alemana que en los comienzos del nacionalsocialismo habían colaborado con la política oficial, avanzado el proceso político habían tenido la visión de trasladar sus negocios a lugares más seguros, previendo con acierto una guerra larga y sacrificada.
En Argentina lograron en forma rápida una muy buena posición económica, producto de las licencias europeas que representaba su padre. Wilhelm fue educado en un colegio alemán del suburbano porteño, en donde se formó con aplicación y la rigidez sajona imaginable.
A Wilhelm no le era nada difícil memorizar, una virtud respetada y hasta promovida por aquel colegio, en base a quién sabe qué extraños principios educativos. Esa facultad natural lo llevó rápidamente a cosechar lauros que crecían a medida que él notaba que le servía para allanar cualquier dificultad de la vida estudiantil del secundario. Cuando apenas había terminado el segundo año del bachillerato, imaginó que podía concentrar los tres años siguientes en uno, y se largó a conseguirlo. Sus padres enloquecían de orgullo al notar la brillantez de su retoño, quien cumplió los dieciséis siendo un flamante graduado secundario.
Yo tenía dieciocho cuando conocí a Wilhelm en la cola de inscripción de la facultad de derecho estatal. Me pareció un bicho raro: su aspecto de nene, enfatizado por sus ojos claros y su pelo muy corto y rubio, contrastaba con sus pesados anteojos, la vestimenta excesivamente formal y el extraño lenguaje que usaba, intelectualoso y cerrado. Y le encantaba asombrar. Nuestro vínculo nació cuando le pedí ayuda, formando fila para la inscripción universitaria.
- Disculpame, me olvidé en casa la cartilla de instrucciones para la inscripción ¿me prestás la tuya?
- No la traje. Pero ¿qué querés saber?
- Hay una parte que indica la bibliografía que hay que leer para el examen de ingreso.
- Anotá, que te la dicto.
Acertarán si imaginan mi cara cuando me confesó que conocía toda la cartilla de memoria. Es que él no había elegido la carrera de derecho “para probar” como sí hacía yo. Él sabía lo que hacía.
Volví a encontrarlo nuestro primer día de clases, y fue toda una experiencia estudiar con él: me demostró no sólo que leía rápidamente todos los textos, sino que agregaba los de las bibliografías opcionales y hasta algunos otros que consultaba en bibliotecas. Por si fuera poco, sus padres le habían sacado una cuenta corriente en una librería del centro y así complementaba conocimientos, comparando textos y buscando oposiciones o similitudes en los distintos autores.
Pero aquello duró poco. Eran los fines de la década del sesenta, y la política universitaria agregaba condimentos a lo que ocurría en la calle. Enloquecí con una estudiante de psicología militante del peronismo revolucionario, a la que acompañaba diariamente al viejo edificio de la calle Independencia. Un día me invitó a una clase con su hermana, a la vez estudiante de sociología. Era en lo que después conocería como el aula mayor del lugar: seríamos unos quinientos asistentes apiñados, frente a un estrado en el que el profesor, imbuido de una mística casi fervorosa, contaba con mucha sencillez cómo a los latinoamericanos nos habían jodido todos: desde los reyes de España hasta los dictadores militares de entonces.
Allí decidí plantar los pesados volúmenes repletos de absurdas y para mí poco digeribles leyes, y aventar mis tendencias a interpretaciones sociales más realistas y prácticas. Una práctica que sólo podía desbordarse desde el terreno político y social.
Me inscribí en la carrera de psicología, y mi nuevo reino pasaría a ser durante varios años el querido edificio de Independencia, que por entonces albergaba la locura de múltiples carreras con miles de cursantes, y una efervescencia política que se movía para todos lados como hojas en el viento.
Dejé de ver a Wilhelm, salvo esporádicos encuentros sociales. Él crecía y lograba cambiar aquel aspecto original de nerd en un típico rubio sajón con cierto look que mejoraba el atractivo de galanes de la época como Robert Redford. Me llamaba la atención cómo las mujeres se dirigían a él, casi como invitándolo a que las tocara. Pero él parecía no entender tales códigos. Una amiga en común me consultó preguntándome si no sería puto. No me parecía, aunque la distancia me impedía asegurarlo con certeza. No tardaría en saber qué había realmente en esta cuestión.
Wilhelm, un memorista exitoso aún en la universidad, trastabillaba y se hundía frente a las exigencias de las materias humanísticas. Cuando se le exigía pensar, más que mencionar, fracasaba.
Me llamó por teléfono alarmado. Sus estudios fracasarían estrepitosamente, si al menos no lo ayudaba a aprobar en materias como sociología, antropología o filosofía de la historia. Estuve de acuerdo, y quedamos en reunirnos en su propia casa, una residencia algo fastuosa –medida desde mi nivel de vida- en pleno Barrio Parque. Durante un par de semanas lo ayudé con el enfoque de las ciencias sociales, tan difícil de asir por la memoria, porque lo que requiere es algo más amplio: comprensión y capacidad empática que permita definir de acuerdo a cada uno qué haría en cada situación.
Para mi sorpresa, Wilhelm se movía mejor de lo esperado, descubría que no sólo era buen memorista y repetidor, sino que su imaginación era abundante y podía expresarse con terminología propia con cierta facilidad.
Cuando terminó mi colaboración, decidimos celebrarlo en el centro. Recordé una exposición plástica a la que quería ir y hacia allí nos dirigimos, al pleno centro de la ciudad. Luego, nos fuimos al Florida Garden a tomar un café.
El camino por la peatonal Florida fue una experiencia insólita. Todas las mujeres nos miraban. Bah… eso es lo que yo asumía, nunca en mi paso por el centro lograba llamar la atención de ninguna de ellas. Esto que pasaba ahora tenía una explicación muy sencilla: todas las mujeres se regodeaban mirando a Wilhelm. 
Cuando nos sentamos en el café, muchos ojitos pícaros lo seguían desde distintas mesas.
 - Wilhelm: mirá a esas dos minas.
 - Lindas ¿no?
 - Riquísimas, ¿las invitamos?
 - Estás loco, ¿para qué? –dijo con su rostro enrojecidísimo-
 - Dale… ¿tu mamá no te explicó todavía para qué? –le contesté algo burlón.
 - Mirá, Fernando: soy muy tímido, ése es mi problema.
 - Desde que empezamos a caminar por Florida te han fichado todas las minas que cruzamos. Te juro que nunca me había pasado algo así. Ésas dos que te marco, te están desnudando con la mirada. Me sumo a la volteada, y a lo mejor ligo algo al lado tuyo.
 - Calmate: eso me pone muy nervioso.
 - No, si estoy calmado. Tal vez quieras confesarme algo: ¿no te gustan las mujeres?
 - Sí, me enloquecen. Sólo que no sé nunca por dónde arrancar. Me inhiben, me asustan. Y cuando se ponen tan agresivas, me asustan el doble.
 - Wilhelm: ¿sos virgen?
 - Sí.
No es que por entonces fuera yo muy experimentado en sexo, pero lo que me acababa de contar aquel alemancito me descolocaba. Un tipo que ponía caliente a cuanta hembra se le cruzaba, no sabía qué hacer con ellas. Un lío.
No volví a encontrarme con él hasta mucho después, cuando hubo aprobado sociología y me invitó a brindar. Su madre me había comprado un regalo para agradecer mi ayuda, y en su casa fui muy bien recibido.
Nos encerramos en su habitación y me confesó que había perdido la virginidad. No se me ocurría cómo podía haber sido, pero al contármelo supuse que debía haberlo imaginado: lo había casi violado una mujer mayor, amiga de su madre. La tipa sabía que sus padres se habían ido de paseo a la playa, y entró a su casa con la excusa de retirar cosas que había prestado. En menos de lo que canta un gallo, se desnudó y se propasó con aquel adolescente que pasó dos semanas gloriosas aprendiendo casi de prepo todos los secretos del sexo.
Celebré aquel hecho, y me alegré que ya no tuviera más problemas.
- No, no entendés… los problemas ahora son más complejos. Es que me acuerdo de aquello y quiero continuar.
- ¿Y qué te lo impide?
- ¡Es la amiga de mi mamá! Me comprometí a no contar ni repetir nada.
- Pero las mujeres sobran.
- Para vos sobrarán. Ahora sueño todos los días con que entran desnudas a mi pieza y me quieren violar.
Pobre Wilhelm. Demasiadas contradicciones juntas, la vida siempre reserva esas cosas raras, impensadas e inmanejables.
Pero con el tiempo terminó siendo un abogado impecable, con maestrías en varias especialidades y distinciones de todo tipo. Aunque cada vez que le interrogaba sobre su vida sexual, mi oído se asombraba: una gitana se lo había levantado sin avisarle que era casada, lo cual le había traído innumerables inconvenientes como la pérdida de varias piezas dentales vía trompadas maritales, o un juicio por estupro por ignorar que aquella estudiante que lo había encerrado en su casa era menor de dieciocho. En fin: que encontró paz en un matrimonio celebrado de acuerdo con cánones bien tradicionales, casi de telenovela. Se enamoró de la empleada de un restaurant del patio de comidas del Paseo Alcorta, en su propio barrio paterno, que para colmo era también de familia germana.
Wilhelm ahora tiene dos hijos casados, que por supuesto trabajan fuera del país. Él vive con su mujer en un country con todas las comodidades imaginables. Todo esto me lo contó al encontrarlo, de casualidad, cuando salía de Tribunales. Ya no tiene la facha de Redford, pero conserva apenas sus ojos claros, enmarcados por una calvicie, papada, unos cien kilos más y una autosuficiencia insoportable. Cuando le pregunté sobre su actividad sexual se cagó de risa. Me miró desde lo alto y me espetó “¡pero mirá cómo te acordás!”. Detrás, venía corriendo una adolescente que lo abrazó y le dio un fuerte e interminable beso de lengua. “No te asustes, no es mi nieta” me dijo.

Sunday, March 07, 2010

 

LA VIDA ES JUEGO



Marcela llegó a mi consultorio derivada por un colega, que me planteó que no le interesaba el caso, que él no se dedicaba a adicciones. Claro que yo tampoco. Pero le debía unos cuantos favores, y él utilizó el argumento de la deuda para ablandarme. De todas maneras se trataba de un tipo de adicción sobre el que no conocía mucho, y esto me permitiría hacer un abordaje práctico a un tema que a gatas había rozado en mis estudios teóricos. Marcela era una jugadora compulsiva.
¿Cómo llega a un psicoanalista una adicta a una cuestión tan difícil de encasillar? ¿Qué piensa? ¿A dónde quiere llegar?
Me dio muy buena impresión al verla: linda, elegante, sociable y todo su actuar daba cuenta de una mujer que detentaba una combinación interesante de inteligencia y astucia. Esa mezcla endemoniada que tiene mucha gente de seducir a través del enigma que te crea pensar que la vas a querer u odiar por partes iguales, dependiendo del momento. Pero, bien... era apenas una primera impresión.
- El doctor Arenas le debe haber anticipado que me justa jugar.
- Así es. Lo que quiero preguntarle es si usted tiene una idea cabal de lo que es el psicoanálisis. Es decir: ¿tiene en claro qué quiere lograr iniciando una terapia?
- No exactamente. Charlar, tal vez, aclarar cosas que en mi vida me han costado siempre y que a lo mejor lo tenía adelante de mis narices.
- Usted ¿quiere dejar el juego?
- De ninguna manera, quiero –simplemente- que no interfiera en el resto de las cosas de mi vida.
El resto de las cosas, como las denominaba sencillamente ella, era todo su entorno: pareja, hijos, trabajo, amigos, familia... ¡al fin llegaba un paciente con una idea muy clara de lo que viene a hacer a mi consultorio!
La vida pasada de esta mujer no había sido sencilla. Aunque no más que cualquiera que aterriza en el consultorio de un psicoanalista. Sus padres, muy pobres de origen, sin mayor acceso a la instrucción ni la cultura, habían logrado escalar socialmente de una manera impensada. El padre había ingresado como obrero de confianza de un emprendedor metalúrgico, que por esos azares de la historia había sido bendecido por la “sustitución de importaciones” en la década del cuarenta. Fabricaban electrodomésticos, y en el término de diez años aquel obrero fue asumiendo tareas de mayor confianza y por ende ingresos. Conoció a otra operaria en el mismo lugar con la que se casó y juntos habrían de vivir una vida casi como de ficción: piso en Palermo, viajes por el mundo, grandes autos, tres hijos con educación privilegiada. Hijos que crecieron con hábitos de clase alta: club hípico, colegios bilingües, vacaciones de ensueño hoy guardadas celosamente en el recuerdo ya que papá había filmado maniáticamente todo.
Marcela arribó a la adolescencia diferenciándose de sus hermanos: el mayor vivía fines de semana en smoking y volvía borracho y la menor decía que su hermana mayor era “mersa”. Desde chica ella había decidido repudiar los lujos que la rodeaban, y elegía jugar con el hijo del encargado del edificio, o escaparse a la placita de la vuelta en lugar preferir los caros y refinados juguetes que le regalaban.
Fue en esas escapadas que tanto disfrutaba que descubrió lo competitiva que podía llegar a ser: le encantaba ganar, y en ese ímpetu más le gustaba cuando más difícil y riesgoso era. Y esto lo iba trasladando a todo a su alrededor: en la actividad diaria, en la elección de su pareja, en la cantidad de hijos.
Eligió al hombre no indicado para su primer marido: divorciado, pobre, y como ella aventurero siempre detrás de un triunfo. Un pichón de estafador, que le supo enseñar no sólo como sortear acreedores con éxito, sino que además la sumergió en las exquisiteces de los distintos juegos de azar. La especialidad de aquel señor era el comercio: comprar y vender para ganar ganar y ganar más. De día compraban y vendían, de noche iban a la ruleta, al bingo o a la mano que se jugara en casa de amigos, proveedores o clientes.
Los diez años de matrimonio le sirvieron para concebir seis veces, dos de los cuales fueron frustrados por cuestiones naturales. El matrimonio se fue deteriorando y se hundió definitivamente tras la certeza de las infidelidades reiteradas del marido. Lo abandonó y se llevó a los cuatro hijos con ella.
Sus padres no la abandonaron económicamente, y así fue como empezó su nuevo ciclo: estrenando un semipiso y un auto como donación paterna.
Entre cambios y adaptaciones, había tenido que abandonar forzosamente su tendencia a jugar. Pero pronto encontró un sucedáneo interesante en un grupo de amigos que se divertían con juegos familiares: canasta, ludo, dominó, chinchón o lotería. Algunas veces incursionaban en el póker o el truco por dinero, y eso la volvía a llenar de energía. Aunque sus hijos se quejaran de que no les cocinara tanto, o que la ropa sucia se acumulara.
Hasta que descubrió que cuando los hijos estaban en actividades escolares o deportivas ella podía correrse al bingo. Disfrutó como nadie la aparición de casinos cercanos a la ciudad. Había encontrado su espacio, a pesar de que sus apuestas siempre debían ser medidas, casi simbólicas.
La influencia paterna le permitió pronto arribar a un trabajo seguro, sólido y firme. En un horario matutino comenzó a ser secretaria de un médico, con un buen sueldo y ya al mediodía estaba en condiciones de salir rauda para el bingo, actividad que no abandonaría.
En la fiesta de una amiga conoció a quien sería su nueva pareja. Y aquí es donde decide acudir a mi consultorio.
- Estoy segura de que lo mío es una adicción. Pero quiero seguir disfrutando.
- ¿Y entonces?
- No quiero arruinar mi pareja. Si él se entera que yo no puedo abandonar el juego, no me imagino su reacción. Mario es un ejecutivo en una multinacional. Es el Director de Asuntos Legales, y su misión precisamente es combatir ilícitos. ¡Mire lo que son las casualidades! Una de las cosas que me relató con gran detalle, al poco tiempo de conocerse, es el juicio que le hicieron al Director Financiero porque se comprobó que era adicto a los juegos de azar.
- Entiendo su posición. Lo que no entiendo es cómo consolidar una relación sin que se entere de algo tan... presente en su vida...
- Quiero que me ayude: no puedo equivocarme. Deseo fervientemente volver a tener una pareja sólida, y mucho más ahora que sé que tengo al lado mío a un hombre que no me equivoqué en elegir.
Una situación difícil, compleja, pero así esbozada destinada a terminar mal. Pero no de la manera que pueda imaginarse cualquiera: ya van a ver.
La situación de Mario también tenía su complejidad. Su éxito profesional y empresario se vio empañada cuando su mujer atendió tardíamente su nódulo mamario y la vida se le fue en pocos meses, dejándolo con dos hijos adolescentes.
Empezaron a salir, aunque sus encuentros tenían gran precariedad: siempre en hoteles, armando grandes estrategias para no abandonar del todo a aquellos seis adolescentes que sumaban como padres, y que tenían todas las variedades de sexo y edades.
Probaron ver qué pasaba en las primeras vacaciones conjuntas, pero los resultados mostraban la dificultad de siquiera prever un futuro colectivo. Al regreso, pactaron una solución precaria pero satisfactoria: alquilar un departamento equidistante de ambos domicilios, lo que les permitiría reunirse más tranquilos y con la posibilidad de asistir rápidamente a cualquiera de los hijos en caso de cualquier emergencia.
Con el tiempo, lograron planificar encuentros semanales que resultaran convenientes para ambos, y en esta tónica todo comenzó a marchar sobre ruedas. Mario estaba convencido de que nunca se podrían ir a vivir juntos, lo que tranquilizaba para siempre a Marcela: así le quedaba mucho tiempo para ir a jugar tranquila, lejos de cualquier peligroso control.
Preguntarán si nunca perdía, si no tenía problemas económicos. Ella sabía que eso solía ser uno de los principales inconvenientes de su adicción. Pero siempre había algún recurso: préstamos familiares, el auxilio de Mario (para el cual fabricaba pretextos o alguna mentirita), o nuevos trabajos que conseguía.
Esta supuesta estabilidad, sin embargo, le traía ciertas preocupaciones: los chicos irían creciendo y un día se encontraría de nuevo con “otra realidad”. Pero, mientras tanto disfrutaba y abandonó la terapia. Su objetivo había sido logrado: no abandonaba el juego.
La muerte de su padre le había traído la novedad de que su madre se encontró con una considerable fortuna, correctamente administrada. La posibilidad de que ella misma lograra por herencia un futuro buen pasar, se advirtió tras la muerte de su madre.
Me reencontré con Marcela bastantes años después, cuando me pidió una sesión urgente. Todo se había desmoronado, tal como había sido siempre su fantasma. Con los hijos ya mayores, a Mario no se le había ocurrido mejor idea que la compra de una hermosa casa en un country. Tras el anuncio de la adquisición, le ofreció que comenzaran a vivir juntos en ese lugar.
Marcela no supo manejar la noticia. Para ella no era una grata sorpresa, sino la peor noticia que recibiera en su vida. Olvidó sus buenas maneras y le dijo que no quería verlo más. Se encerró y durante un tiempo lo único que hacía era llamarlo por teléfono e insultarlo.
En el consultorio lloró, me dijo que no podía controlarse, y de a poco se convenció del error que cometía y que, como siempre, tenía que adaptarse a las circunstancias y dejar que la realidad se amoldara.
El que no se adaptó fue Mario: había recibido el peor desaire de su vida y no quiso volver atrás.
Tiempo después de retirarme de mi actividad, diez años más tarde de aquella ruptura, Marcela intentó retomar su terapia, y debí derivarla a otro colega. Pude así enterarme por su propia voz todo lo que yo imaginaba le podría llegar a pasar: se había jugado todo: la suculenta herencia, el auto, su casa.
Me habló desde su celular, y el murmullo ambiente dificultaba por momentos la comunicación: estaba en el Bingo.

Thursday, May 24, 2007

 

SOLEDAD

Si bien cuento con muchas historias atractivas de aquellos que fueron mis pacientes, a veces me tiento por contar historias personales. Aunque no me gusta sentir que estoy haciendo mi autobiografía: siempre pensé que es un acto de vanagloria personal, de gente que fue tan fanfarrona durante toda su vida que pretende aun seguir jactándose de un pasado que al fin y al cabo a pocos interesa que lo hubiera vivido.
Allá por los setenta conocí a Marcia, una colega esbelta, algo entrada en años y preocupada por el deterioro en que caía ahora la que fue una refinada belleza. Yo me había anotado en un curso sobre el análisis del discurso, algo que preocupaba a todos a quienes habíamos acertado conocer la obra de Lacán y nos habíamos dado de bruces con lo inextrincable de sus propuestas.
Marcia es lo que yo podría denominar una de las pocas mujeres discretas que he llegado a conocer en mi vida: cada vez que me llamaba por teléfono indagaba si podía hablar, hasta solía preguntarme si me podría preguntar algo.
Le hice notar lo poco usual de su discreción, y me dijo que a ella le molestaba bastante que la interrumpieran en sus reflexiones, en sus actividades y hasta en su sueño. Y que trataba de asumir la empatía de no hacer lo mismo con los demás. Un valor poco común y hasta admirable para alguien que como yo, era ametrallado a cualquier hora por teléfono por boludeces por pacientes, colegas, alumnos y parientes.
Esta característica de discreción colaboró con que me hiciera a la larga un buen amigo de Marcia. Nos concentrábamos a estudiar juntos, y la actividad se volvía placentera por el tema y por la compañía. Marcia era una persona cero chismosa: le bastaba que yo fuera su compañero de estudios y no hacía preguntas incómodas ni sobre mi vida personal. Yo le retribuía con iguales dosis de discreción y ambos nos divertíamos con buen café y mucho humo de cigarrillos que por entonces ambos nos dábamos el lujo de degustar.
Un día me sorprendió con un ofrecimiento: encarar en conjunto un seminario privado de posgrado. Una universidad confesional no incluía a Freud, por razones discutibles, en su plan de estudios ¡de la carrera de psicología!, con lo cual estaba generando profesionales sin formación psicoanalítica. Un integrante del grupo de profesores, que no estaba de acuerdo con tal procedimiento, había organizado un instituto de estudios de posgrado con seminarios de especialización psicoanalítica: mucho Freud y Lacan, cuyo conocimiento de sus seminarios empezaba a crecer en el medio nacional. Con ese atractivo captó a casi todo el alumnado que se quejaba a diario por la ausencia de aquello que da más razón de ser a la carrera profesional del psicólogo.
El ofrecimiento me agradó, si bien mis tiempos no daban para todo. Pero acepté entrevistarme con el director de aquel instituto y ver qué podía terminar negociando. Con Marcia nos dirigimos hacia aquella vieja casona en Palermo: había sido reciclada con buen gusto y transformada en una casa de estudios. Con todo lo que debía tener para hacer sentir confortable a gente de clase media que había tenido los recursos suficientes para estudiar en una universidad privada y ahora seguir haciendo inversiones para especializarse.
Estábamos con Marcia en la recepción aguardando. Soledad apareció amable, sonriendo. Saludó a mi colega con gran afecto y demostrando que ya la conocía. Allí me enteré que aquella niña no era una secretaria, sino la codirectora, y también profesora en la universidad.
Yo hacía más de un año que me había separado de mi primera esposa, y me había sido algo difícil encontrar nueva pareja estable. Por entonces pensaba que mi neurosis me bloqueaba la posibilidad de fijar un nuevo vínculo que me fuera satisfactorio.
Con Soledad parecía haber encontrado aquello que cubría mis necesidades afectivas: esa chica del rostro anguloso, la mirada expresiva, el andar sigiloso. En el diálogo que tuvimos aquella tarde nuestras miradas se cruzaron varias veces. Salí impactado. Impactadísimo.
Al día siguiente me encontré con Marcia y le confesé aquello que me pasaba.
- Bien, muchacho: ella también me preguntó por vos. Creo que el flechazo fue mutuo.
- ¿Ella no tiene pareja?
- No tengo mucha intimidad con ella para saber tanto, pero pareciera que no.
- ¿Vos creés, entonces, que si la invito a salir no se va a oponer?
- Pienso que no.
Así fue como nos encontramos con Soledad, en un bar también de Palermo, una tarde. En una charla muy distendida. Muy para conocer quiénes éramos.
Cada minuto que pasaba me parecía más seductora, más cercana a mí. Así que quedamos en volver a vernos a mitad de semana, en un día que coincidíamos en quedar libres temprano. Saldríamos a cenar.
Fue en aquel restaurant que Sole decidió contarme el eje principal de su vida: su filiación. Porque si bien parecía una mujer más, profesional urbana y atractiva, pues que no lo era. O más bien: pues que no debería serlo. Soledad pertenecía a una organización confesional por medio de la cual ejercía actividades religiosas dentro de las cuales mantenía voto de castidad.
Lo que oyeron.
Ni se imaginen mi nivel de confusión. ¿Qué hacía yo allí sentado como un boludo tratando de deslizarla de a poco hacia mi cama, a una especie de monja?
Claro: se lo pregunté. Allí siguió la confesión, tan confusa como neurótica: ella había solicitado “cambiar de categoría” en aquella organización, y por tanto hasta que la autorizaran se estaba preparando. Para ahorrar camino, me adelantó que tenía un buen whisky y que me haría un café en su consultorio, a pocas cuadras de donde estábamos.
Como estaba muy intrigado sobre cómo seguiría esta propuesta, inicié todo mi repertorio de acercamiento pasional, que aseguraba que no quedaran ocultas mis verdaderas intenciones. Aunque respondían también a lo sugerente del whisky y el café a solas.
Soledad admitió todo tipo de avances de tipo sexual. Todos los que no fueran acercarse al sexo, claro. Cuando, de todas maneras, intenté ir todavía más allá para desprender su ropa interior, me encontré con la triste comprobación de que su cuerpo estaba cubierto por una enorme faja que arrancaba desde arriba de su cintura y cubría parte de sus piernas. Una especie de coraza elástica firme y dura, casi imposible de sacar sin su propia colaboración.
- Lo que te expliqué: todavía no me autorizan.
Aquello era terrible: loco y feo.
Me fui, decepcionado.
Mi reencuentro, de tipo profesional y varios días más tarde, fue celebrado sólo por ella, que me besaba y acariciaba, y pretendía deslizar frases dulces de amor.
Tal vez debería aguardar un tiempo, hasta que “la autorizaran”. No lo entendí así.

Wednesday, March 14, 2007

 

PROFESOR HANS

El profesor Hans prefirió no decirme quién le había recomendado mis servicios. Esto fue por 1965, y por entonces en ciertos sectores no era bien visto psicoanalizarse. Y mucho menos que se llegara a conocer aunque fuera de lejos la historia que lo torturaba.
Hans era hijo de alemanes, que llegaron al país huyendo de la primera guerra mundial. Habían logrado la representación exclusiva de unos productos industriales de primera calidad que si bien no eran de venta masiva, tenían un excelente margen que posibilitó el rápido crecimiento económico de aquellos refugiados. El logro de esa excelente inserción social les había permitido criar al hijo único con gran confort y buena educación: colegio bilingüe y carrera de medicina. Sus posgrados en Alemania y Estados Unidos le dieron un valor agregado interesante, y pudo avanzar en su especialidad de neurocirugía, lo que le valió un destacado lugar como profesor en la Facultad de Medicina.
Hans, devoto luterano, había noviado durante toda su carrera con una rubiecita simpática hija de otros alemanes, y luego de doctorarse la desposó y embarazó, en ese lógico y esperado orden.
Acababa de cumplir veinte años de casado y cincuenta de edad, cuando comenzó su análisis. Se trataba de un hombre con dos rostros: uno cumplido y otro irrealizado. ¿Cómo era esto? Hans se había esmerado por construir un personaje tal cual todos esperaban que fuera: recto, estudioso y fiel. Para lograrlo había contenido todos los ingredientes que imaginaba como censurables para aquellos que regían su vida, pastores de la iglesia, familiares y, en especial, sus padres. Por eso no era casual que entrara por primera vez a mi consultorio a los pocos días de fallecer su madre, la última atadura que consideró válida.
Su primera charla conmigo fue tan clara, que demostraba que más que un psicoanalista necesitaba un amigo. Tenía una lucidez y conocimiento de sus problemas como no me ha sido dado ver en toda mi carrera. Hans había sufrido el tener una educación tan rígida y un mandato tan cerrado. En realidad, envidiaba a los que habían hecho lo que querían en la vida: los vagos, los artistas, y hasta los repartidores de pizza.
Hans me patentizaba un dilema ético personal, que nunca supe contestar. Ni como profesional ni como ser humano. Cuando uno se encuentra frente a una persona que quiere ser otra, y dejar salir de adentro ese “otro” que ha guardado; cuando el envase es de un prestigio y utilidad social ¿qué es lo válido, legítimo y real?
Esta especie de Mr. Hide comenzó a taladrarme desde que había llegado a mi vida. Cuando comenzó a intentar explicarme que él deseaba descubrir lo antes posible todo lo que había reprimido, empecé a sentir cierta zozobra, no lo puedo negar.
Su primera experiencia “distinta” fue repentina y contundente. Pero no imprevisible: se trató de una enfermera. Después se enteraría que ella había pensado que él tal vez fuera impotente u homosexual, porque hasta que aquel profesor picara esto le había costado las mil y una insinuaciones, tocatinas y apoyaturas varias. Hans había tenido con ella su primera experiencia sexual con otra mujer que no fuera su esposa, la primera “de parado”, la primera en un lugar público. Contaba maravillas sobre lo que había sentido, experimentado y disfrutado.
Como cualquier otra “primera vez”, confundía sus fantasías con aquello que hubiera en realidad pasado. Pero eso era lo que hacía más excitante toda la cuestión, y lo que lo motivaba a profundizarla. Pensaba que su aventura con la enfermera era algo a lo que llegaba atrasado en, por lo menos, treinta años. Y lo más complicado: se preguntaba en cuántas cosas más debería incursionar ahora, aun tarde.
Me di cuenta que poco podía hacer, más allá de lo que estaba haciendo: presenciar. Hans motorizaba cosas imposibles de frenar, cambiar o siquiera hacer reflexionar. Un día apareció en la sesión con un walkman Sony, flamante. “Se lo robé a un colega” confesó. La “T-shirt” que lucía era producto de un acto descuidista en una sucursal de Giesso. Me la mostraba en la misma sesión que me contó que sospechaba ser el padre del hijo que aguardaba su mucama, que por suerte estaba casada y que adjudicaba la paternidad a su marido.
Su esposa se comunicó conmigo y me pidió una sesión. Me contó que su marido “había cambiado mucho”. Que se emborrachaba todas las noches y provocaba escenas ridículas, como pelearse a muerte con el vecino porque su perro ladraba, o dejar plantado a su equipo para una operación por ir al cine.
Hasta que un día oí su voz preocupada en el teléfono y supe que ya no íbamos a poder hacer mucho porque Mr. Hyde había poseído definitivamente a Hans. Desde hacía una semana había empezado a salir con Marita, una artesana en Parque Lezama y juntos habían decidido huir a Bahía, a cantar y vender artesanías en cuero. El mayor inconveniente era el motivo de por qué debía huir sin mirar atrás: Hans había sido hasta el día antes el amante de la madre de Marita, y –peor- ella todavía era menor de edad.
Pasó tanto tiempo, que casi había olvidado esta historia. Hasta que el lunes pasado alguien dejó un mensaje escueto en mi contestador: “Por favor, Fernando, llamame a este número”. Era Hans, treinta años después. Le conté de mi retiro, así que nos reencontramos socialmente y lo derivé a un colega. Más viejo, gordo y pelado, vino a recuperar cosas, afectos familiares, recuerdos. Como si fuera posible vivir en una novela tan dura y poder salir indemne.

Saturday, January 13, 2007

 

EZEQUIEL

En algún momento de los setenta yo tenía un dinero de origen hereditario que me quemaba. Así que tuve que decidir si lo gastaba en un viaje por el mundo o lo invertía en algo. Ese algo fue participar en el negocio bodeguero, algo que nunca me interesó pero que hizo, por lo menos, que el capital se mantuviera bien. Mi socio en el proyecto fue Raúl, un joven muy paquete dedicado con pulcritud a hacer todo lo que estaba bien visto.
Ezequiel vino a mi consultorio derivado precisamente por Raúl. Su historia parecía calcada de un teleteatro, con él me di cuenta de la capacidad que tiene un psicoanalista de captar historias reales capaces de poder ser transformadas en ficciones, algo que se supone el camino inverso de lo que debería ser.
Ezequiel había cubierto un camino absolutamente predecible: fue a un “buen” colegio, había logrado una profesión “bien” vista, y en general seguía todos los parámetros que sus padres habían ya trazado para él. Luego de gastar dos o tres novias de apellidos lustrosos y elegantes, conoció a Delfina, otra top de la sociedad capitalina.
Aquella relación sorprendía a todos por su sinceridad: se habían entregado el uno para el otro y sólo se separaban por las cuestiones individuales rutinarias: estudiar o trabajar.
El matrimonio fue un éxito, celebrado por el arco social: pasaban los años y ellos seguían siempre así, juntos, siempre tomados de la mano y envidiados por sus pares, cuyos divorcios se sucedían en medio de riñas, cuestiones societarias y demás lindezas sociales.
Ezequiel vino a verme por primera vez bastante bajoneado y confundido. Nunca había discutido más que por superficialidades con Delfina, pero apenas unas semanas atrás ella lo había convocado en el living del hogar para confesarle su necesidad de separarse y empezar una nueva vida sin él.
Y él no sólo no entendía que ella ya no lo necesitara, sino que no se explicaba cómo vivir sin ella. El resto de los temas: hijos, negocios conjuntos, propiedades y proyectos si bien estaban en segundo plano, sólo ennegrecían el panorama que se abría ante el pobre Ezequiel.
Luego de aquella declaración de independencia iniciada por Delfina, las charlas diarias entre ambos fueron enmarcadas por los obsesivos –y por cierto obvios- “por qué” que comenzó a descerrajar el marido. Un ametrallamiento en principio ignorado por Delfina pero que, de a poco, fue venciendo. Ella comenzó a contarle sus verdaderos sentimientos, sus conductas ocultas, su real personalidad.
Detrás de aquella mujer que decía amarle, venerarle y guardarle respeto se escondía exactamente lo contrario: lo diametralmente opuesto. Una espantosa conducta bipolar.
Delfina comenzó confesando que nunca había podido ser fiel. Esto desmoronó a Ezequiel. Y no porque fueran historias tremendas de amantes de gran amor: a Delfina le gustaba mentir. Decir, por ejemplo: voy a la peluquería pero en realidad irse a un hotel con el encargado del edificio donde vivían. O vivir una pequeñísima aventura con el bañero en Pinamar, en la caseta donde guardan las sombrillas o tener sexo oral con el delivery de la pizza.
Ezequiel comenzó preguntando tímidamente, y tal vez rogando que ella ocultara todo. Pero Delfina había considerado que todo terminó, y no tuvo ningún prejuicio en relatar con lujo de detalles toda la maraña de infidelidades que había sido capaz de realizar en los seis años de matrimonio. Ni siquiera cada embarazo la había detenido. Eso sí: se había asegurado de que cada hijo fuera realmente del padre adjudicado, es decir el mismísimo Ezequiel.
Después de llorar todo lo que pudo, Ezequiel se dio cuenta que aquello no podía ser en balde: estaba recibiendo una lección de la vida que no iba a desaprovechar. Esto de que la gente no es como es, ni siquiera como parece ser.
Así que decidió conocer más sobre lo que era su mayor ignorancia. ¿Hasta dónde desconocía todavía de la persona que creía más conocer?
Comenzó a reunirse con Delfina y hacerle preguntas que nunca le había hecho. A medida que pasaba el tiempo desde la separación, ella se aflojaba más, y más contaba.
Sobre las infidelidades conoció el detalle insólito de cada una, por lo que comenzó a inquirir sobre las motivaciones. Parece que, animada por lo fácil que le resultaba, Delfina comenzó a urdir cosas cada vez más lanzadas: como la vez en que tuvo relaciones con un acomodador del cine mientras fingía ir al baño, con un mozo en un restaurant o con el propio suegro (hoy ya fallecido), algo que impactó en Ezequiel de una manera casi irreversible.
De todo esto me fui enterando en forma tan paulatina como el mismo Ezequiel, quien fue pasando del llanto de las primeras sesiones a la furia contenida y luego a la diversión que presupone conocer un personaje del que se consideró luego felizmente liberado.
Esta manera de interpretar los hechos desgraciados de la propia vida sirvió al muchacho para desear conocer más aspectos de la personalidad oculta de Delfina. Es que no podía ser que esta mujer fuera tan “original” sólo en el aspecto amatorio. ¿Cómo sería el resto?
No tardó en lograr respuestas no menos asombrosas. “Me cuesta salir de un negocio sin llevarme algo” le confesó. Creyó que entendía. Pensó que era otra mujer a la cual la deslumbraban las compras compulsivas. Claro que en este caso el término “llevarme” implicaba una extracción sin pasar por la caja y sin siquiera firmar el voucher de una tarjeta de crédito. Esto, que en el lenguaje científico se denomina “cleptomanía”, en el más comprometido lenguaje leguleyo se califica en forma rotunda como “hurto”. Muy desagradable.
Y a esta altura mi paciente sólo deseaba descubrir más. Nuestras sesiones se abrían a toda una serie de especulaciones que iban de la ciencia ficción al horror: ¿habrá matado? ¿corrompido menores? ¿habrá probado robar bancos? Ezequiel, subido a cierta paranoia, se preguntaba si no habría quedado implicado en alguno de los hechos producidos por la locura de Delfina. Y se angustiaba por descubrir si alguno de sus hijos conocía o había heredado alguna de las oscuras características de su ex. No tardaría en enterarse cómo Delfina seguía descendiendo a los infiernos.
Un día Magdalena, la más intima amiga de su ex, le pidió encontrarse con él.
- Eze: estoy muy preocupada por Delfi.
- Mirá que coincidencia: por suerte yo ya no...
- No jodas: creo que ella está muy mal!
- Bueno: yo no se si sabías que yo también estuve muy mal cuando ella me rajó de su vida. Pero afortunadamente, eso pasó y hoy estoy seguro de que estoy mucho mejor sin ella. ¿Y sabés por qué? Porque siempre fue una puta, y yo no me había dado cuenta.
- Precisamente se trata de eso lo que quería contarte. Delfina está dedicándose a la prostitución. ¿Vos sabías algo?
Aquello excedía cualquier cosa predecible un tiempo atrás: Ezequiel veía cómo Magda, la compañera de Delfina en la cofradía del Corazón de Jesús, confesaba finalmente hasta dónde conocía los desajustes finales de Delfina.
- Sabía que era una puta, pero hasta ahora no me constaba que cobrara... También supe que era ladrona...
- Ladrona, claro... es una metáfora...
- No, querida, nada de metáfora... Roba: mechera, cleptómana...
No me olvido aquella sesión con Ezequiel. Todos sus sentimientos se le confundían. Tenía pruebas contundentes de hasta dónde había llegado su mujer, y eso le dolía. También que lo hubiera engañado, que ella fuera como recién ahora la podía ver, que fuera la madre de sus hijos. Pero empezaba a sentirse liberado y pensando que, de rehacer su vida no debería cometer de nuevo un error tan horrible.
Pasados aquellos shocks, fuimos considerando que ya no necesitaba más del psicoanálisis: él, de a poco fue incorporándose a la vida sin sobresaltos de la rutina burguesa.
No volví a encontrarlo hasta algunos años después, de nuevo casado y ya viudo, y con un par de hijos agregados. Creo que, en síntesis, así suele presentarse la vida de intensa.
No suelo ser demasiado curioso. A veces me han criticado por eso: mi mujer por no investigar e informarla, mi propio analista porque si no investigo no le saco el jugo a mi trabajo. Pero esta vez fui curioso: en cuanto lo encontré a Ezequiel, le pregunté cómo le había ido. Primero se sorprendió con mi pregunta, pero después me dijo no recordar hasta dónde yo había tenido acceso sobre su propia historia.
Y así fue como me hizo una síntesis: al pobre le había continuado yendo mal: su segunda esposa falleció en un accidente en la ruta, y él no quiso volver a insistir con otro matrimonio. De Delfina no sabía mucho, salvo lo que contaban los chicos: se había casado con un diplomático argentino radicado en Europa y la pasaba bomba. Deducía que ahora era a ese hombre al que le metía los cuernos, y tal vez estafara en euros o robara en Harrod´s o El Corte Inglés. Ezequiel prometió retomar su análisis pronto, una frase que escuché cientos de veces en ex-pacientes que extrañan el ritual del diván, pero que después no llegan a cumplir por múltiples razones: olvido, mudanza, viaje o desaparición física.

Wednesday, October 25, 2006

 

EL LICENCIADO AQUILES

Hay tipos que nacen privilegiados: algunos, como Charly García, que tiene “oído absoluto”, otros como Diego Maradona (es el dueño de la pelota, de la voluntad de su contrincante) y Susana Gimenez, son amados indefectiblemente por que sí por toda la gente.
Pero más privilegiados aún son aquellos que nacieron en cuna de oro, rodeados de ayas, mucamas y docentes bilingües, viajes por el mundo y una batería de facilidades para existir entre juguetes electrónicos y debut sexual high tech asegurado.
Aquiles fue uno de estos tipos: nació en una familia adinerada y no le bastó mucho esfuerzo para mantenerse en tal riqueza. Eso sí: le costó un poco estudiar porque la matemática lo aburría, la literatura lo cansaba, la historia no la entendía. Cuando a los golpes terminó el secundario inició todas las carreras que creyó le podían asegurar en algo el porvenir: pero en abogacía se dormía provocando la ira de sus futuros posibles colegas, en medicina se desmayó la primera vez que vio sangre, en filosofía estaba en contra de los enfoques socialistoides de los docentes y sus propuestas audaces.
Le llevó unos años de reflexión –y varios viajes por el mundo- descubrir que el futuro pasaba por hacerse cargo de alguno de los negocios de su padre: desde que devino Director Delegado de la mayoría accionaria de la fábrica de cosméticos, Aquiles había descubierto que su destino pasaba por ahí.
Y su padre, preocupado por que el nene había superado los veinte y no se le conocía aún ninguna afición laboral concreta, decidió que debería conocer bien la empresa “desde abajo”. Así que ingresó sin más a “Cosméticos Labiales S.A.” como visitador de farmacias, una actividad entretenida y jugosa: entrenaba promotoras y cosmetólogas en las bondades de las líneas de productos, y cobraba comisiones sobre las ventas.
De forma veloz lo notó: ¡aquello sí que era su business! Así que, sin más, se inscribió en una de las carreras que cuando lo relataba todos le preguntaban ¿y eso qué es?: marketing.
Sus entrenamientos simultáneos con las promotoras de la empresa lo llevaron derecho a incrementar sus tendencias a una gran promiscuidad. Pasaba que en cuanto las chicas se enteraban que él era nada menos que “el hijo del patrón” demostraban una facilidad desusada para el acceso carnal. Hasta tal punto que él nunca hubiera pensado que era un tipo tan atractivo.
Y no pasó mucho tiempo sin que contrajera una enfermedad que su médico determinó como venérea. Aquiles cayó en un pozo del que se pensó que nunca más saldría. Tenía todo lo que quería: familia poderosa, dinero, mujeres, futuro. Pero se trastornaba al pensar que podía estar al borde de la muerte o, al menos, de alguna discapacidad. Hasta que un buen amigo de la familia de un amigo enterado de su desgracia, lo invitó a su iglesia.
Conocer los poderes que encierra interpretar libros sagrados en forma libre –uno de los preconceptos básicos del mundo de las religiones protestantes- le mostró un nuevo camino que lo marcaría para siempre. Y se permitió configurarlos a través de las modernas técnicas que le aportaban las interesantes materias con que se codeaba en la facultad. Su dicha, como siempre, era coronada diariamente en la cama, con las promotoras, que debían soportar sus descubrimientos sobre como “posicionar a Dios”.
Se inscribió en un curso de Oratoria, y empezó a practicar. La interpretación de los secretos de la Biblia se le facilitaba a cada paso. A la mañana adoctrinaba a cosmetólogas con su verba, en textos tipo “la alantoína refuerza los poros resecos”, que se transformaban en la tarde en “el Señor refuerza la voluntad perdida de sus hijos”. Podía notar cómo el ímpetu que ponía a cada mensaje era igual en intensidad y convicción. Pero lo más interesante era que lograba igual efecto. Así como aquellos argumentos convencían a las cosmetólogas (previo paso de Aquiles por sus camas) que luego, enceguecidas, convencían a las futuras clientas de las líneas de belleza, las chicas que se acercaban a la iglesia no sabían diferenciar mucho si lo que hacían lo hacían por las promesas de eternidad divina o por la deseada posibilidad de acceder a la eternidad que otorgara la fortuna de Aquiles y su familia.
A Aquiles en el fondo le costaba un poco descubrir a Dios, detrás de la imagen marketinera que él mismo construía, siempre más brillante y vendedora que la simpleza ramplona de las deplorables traducciones de los libros sagrados. Y le costaba también saber cuál era ahora su verdadera vocación: si Dios o el Marketing, aquel otro dios no menos manipulable. Pensaba que eran dos formas de energía que lo regían y que, con el tiempo sabía que lograría manejar a su antojo.
Y así, como sin querer, un día llegó a jefe, otro a director, hasta el salto poderoso a gerente general. En fin: que un día entró a la convención de accionistas de la empresa cosmetológica como presidente y representante directo de su padre, su consagración final. Algo que no sintió como contradictorio ya que hacía mucho tiempo que también ya “representaba” al “otro padre” en la iglesia.
Apareció en mi consultorio bastantes años después, cuando decidió divorciarse por primera vez. Su problemática era sencilla y común a muchos mortales: le costaba un poco permanecer fiel en medio de dos mundos en que había clientela con amplia mayoría femenina, y él aparecía en ambos como el hombre con “más poder”.
En tal contexto el psicoanálisis le sirvió para cambiar ideas, apenas.
Sus convicciones habían sufrido un proceso de anquilosamiento defensivo: sostenía que Dios lo guiaba en todo, hasta en sus infidelidades, que las oraciones de sus fieles le permitían alcanzar en forma sencilla una cuota mayor de market share en la venta de cosméticos, y el dinero que sumaba aquí y allá eran las bendiciones que recibía del Señor.
Pasó poco tiempo conmigo. La última vez que me enteré de él fue porque escribí su nombre completo en el Google y así supe de que era el presidente de la cámara de industriales y que había vuelto a casarse con una mujer mucho menor que él. La tercera novedad me dejó paralizado: su éxito actual en la política. Es decir: un nuevo rubro.

Wednesday, September 06, 2006

 

ERNESTO

Se los describo para que no tengan que imaginárselo: un gnomo. Nunca debe haber pesado más de sesenta kilos, castaño claro, con barba rala y pelo siempre muy corto tratando de disimular su creciente calvicie. De tez muy blanca, casi refractaria al sol y siempre desalineado, de eternos jeans y camisas de trabajo. A lo sumo, cuando sobrevenía el frío, agregaba a su atuendo una campera de tela de jean gastada y eternas zapatillas de basquet.
La descripción no dista mucho de la del resto de mis alumnos allá por los comienzos de los setenta: eso por no detenerme en el discurso de cada uno. Todos mezclaban la política diaria con los textos de Freud y Marx y encendidas arengas en las cuales de manera inevitable se creía que estábamos en los prolegómenos de una revolución de puta madre.
Yo era ayudante de la cátedra de Psicología General, que era algo así como el abrazo de recepción de todos estos chicos tan llenos de pasión y sin embargo tan cerebrales.
Con muy pocos de ellos he vuelto a encontrarme; es posible, sin embargo, que si lo hago me costaría bastante llegar a reconocerlos. A muchos de ellos los he vuelto a descubrir en actividades académicas, pero me ha resultado difícil identificarlos con aquellos puñados de muchachos embarcados en misiones de pasión pura. Casi todos lucían más viejos que yo. Y de la pasión no quedaba ni el aroma. Claro que esto es Argentina, y muchos de aquellos legítimos apasionados deben haber quedado en el camino envueltos en sus pancartas en algún pozo de la historia, o huyendo de la incomprensión y la picana hayan elegido su lugar en el mundo en Europa, bien a salvo del destino trágico que les había preparado su propia patria.
Ernesto no era mi mejor alumno, pero era el que lograba enfrentarme casi siempre con mis propias contradicciones. A aquella altura del partido creo que constituyó primero el hermano que me hubiera gustado tener, luego se me ha confundido con el hijo que no tuve. Y todo esto en el terreno de lo simbólico más que de lo emocional, si no es que en mi caso parecieran la misma cosa.
Lo que siempre me había llamado la atención de él cuando lo conocí es que nunca estaba solo. Siempre venía a consultarme con Beatriz, una chica bastante más joven que él y mucho más esmirriada, casi anoréxica. Descontaba que sería su pareja, siempre atenta a lo que él expresaba y adhiriendo a lo que él dijera, aunque sólo fuera con su mirada. Yo nunca hubiera dicho “Ernesto me consulta”, sino “ellos me consultan”... Así era aquel vínculo más que obvio.
Cuando terminamos aquel cuatrimestre y, casi por casualidad, me enteré que no sólo no eran pareja, sino apenas que si buenos compañeros, ya que cada uno tenía su pareja: Ernesto arrastraba una relación de más de dos años y Beatriz un noviazgo con un chiquilín de su edad que la visitaba en su casa desde que eran adolescentes.
Claro, como en todos los casos, no volví a verlos más. Hasta siete años después, cuando Ernesto cayó en mi consultorio y, sin querer, me atravesó en lágrimas.
Ahí tuve la oportunidad de conocer el trasfondo de aquella historia y, lo más importante, el recorrido de la curiosa vida de un tipo signado por una desdichada vida amorosa, tortuosa, repleta de experiencias no muy dramáticas pero sí poco agradables. Como que no daba para configurar un teleteatro, pero que puede llenar de color una sesión de comentarios con el peluquero.
Aquellos compañeros de la carrera de Psicología habían soldado sus vidas, casi sin querer, agarrados al cigarrillo y el café, durmiéndose juntos sobre las obras de Freud. Habían pasado cientos de horas juntos, o bien en la casa de la familia de él o de ella, despertando los celos inevitables de sus parejas y haciendo una activa campaña inconsciente por aquella relación que había nacido con la excusa del estudio.
Me costó mucho, seis años más tarde, recordar quién era Ernesto cuando escuché su voz en el teléfono, pidiéndome encontrarnos ya en mi consultorio. Cuando vino, me llamó la atención que el tiempo no parecía haber pasado para él. No parecía haber abandonado ninguna de sus características ni externas ni internas, sólo que se notaba que una aplanadora le había pasado por encima, a pesar de su aparente aplomo, su eterna necesidad de creerse él mismo que nada parecía afectarle.
Imaginé que tendríamos que trabajar mucho e imaginé bien. Muchas horas en mi consultorio me llevó enteder la profusa trama interna del pensamiento, del accionar y de lo emocional de Ernesto. O más bien: nunca lo entendí. Sólo he escuchado y tratado de percibir lo que mejor me permitieron mis sentidos y mis conocimientos psicoanalíticos.
Por aquellos años iniciales, parece que Beatriz fue la primera en sentir una fuerte corriente afectiva que lo sedujo de manera inevitable, si es que él hubiera querido o podido evitarlo. Y una vez que se sumergieron en aquello así surgido, el movimiento expulsó casi por leyes físicas a los que ellos consideraban sus respectivas parejas. Así que decidieron unirse, irse a vivir juntos y ejercer sus propias opiniones internas, lejos de esas dos familias burguesas, plenas de rituales tan opuestos a sus ideas más íntimas.
La relación creció de una manera singular, imprevista, ya que unía lo pasional a lo intelectual y cada cosa empujaba a la otra. Discutían con igual intensidad la falta de papel higiénico y quién salía a comprarlo como la visión particular diferente de una idea de Lacan. Después, vino aquella hija que ambos recibieron tan bien, en medio de textos y reuniones de estudios en el living de la casa.
Fue recién unos años después que Beatriz prefirió optar por su profesor de gimnasia y creer que lo que la unía a la vida más que las obras completas de Freud era el correr por una cinta, tratar de bajar de peso y unir su transpiración a la de Gabriel, alguien que la ponía reloca en su sexualidad interior.
A Ernesto le fue, sin embargo, bastante más difícil bajarse de aquel mundo al que había entrado de una manera tan natural. Sintió que perder a Beatriz era como perder su mano, su pie o tal vez la nariz. Y, con la justa finalidad de no deprimirse, consiguió mi teléfono.
Esta historia comienza a tejerse allá por 1977, un año particular para mí por la muerte de mis padres, algo bastante difícil y pesado. Pero ya he contado que nada personal ha de deslizarse en mi weblog. Siempre tuve una particular comprensión del drama de Ernesto y me era muy difícil no “estar de su lado”, pero esta cuestión en el fondo nos pasa a todos los analistas, que en algún lugar debemos seguir siendo humanos.
Ernesto lloró todo lo que pudo, y luego de entender de cuanta inevitabilidad se trataba, comenzó a buscar nuevas parejas. Un tema más difícil de lo que parece, porque así se está destinado a encontrarse con todos los casos sueltos posibles de embarcar y esta es una cuestión a la larga difícil y cuanto más penosa.
En treinta años, Ernesto tuvo una vida compleja, llena de vínculos diversos, todos frustrados al fin y al cabo. Historias que traía al consultorio y que vivía a pleno. Así creció y, sobre todo, envejeció. O, mejor interpretado, envejecimos juntos.
Fue a fines del 2001 que enfermó. Aquello que lo preocupaba y que parecía un resfrío que no curaba nunca terminó con pautas sombrías. Un año después sabía que lo suyo era incurable, y que moriría sin remedio. Nunca me gustó tener que lidiar con pacientes en fase terminal, así que imagínense lo que fue trabajar con este Ernesto que, a esa altura ya era en forma cabal el hermano que nunca había tenido. Un hermano del que conocía todos sus pesares pero al que por ética profesional no pude confesarle ni un desconsuelo mío.
Por entonces fue que él me confió una misión: ser su albacea. Ernesto quería que, después de muerto, yo me encontrara con cada una de las personas con las que se vinculó y les contara lo que él pensaba, creía y –sobre todo- había sentido y sufrido por elllas.
Especular sobre ética profesional es al pedo cuando uno es un ser humano. Estoy casi seguro qué es lo que piensan al respecto muchos de mis colegas, enfundados en encuadres tan cerrados como obtusos. Pero yo tenía allí enfrente mío al muchacho que desde hacía años había sido testigo de sus triunfos y sus penas que se iba a morir y me pedía un favor. ¿Tenía que negarme y aducir encuadres, éticas y cosas por el estilo?
Decidí cumplir con aquella misión, para la cual no diría quién era en realidad: el psiconalista durante treinta años de Ernesto, sólo me presentaría como un viejo amigo al que le había pedido un favor. Y debería hacerme cargo de todas las consecuencias.
Esto continuará, luego, en “Ernesto, segunda parte”.

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