Sunday, June 24, 2012

 

Wilhelm

En Argentina fue inscripto como Guillermo, dado que no aceptaron el nombre real que hubieran deseado sus padres y que, de todas maneras le impusieron con el tiempo por costumbre. Si bien difícil de pronunciar, cuando uno se lo escuchaba varias veces aprendía a aspirar fuerte al decir “vil-jel”.
Sus padres, provenientes de una familia industrial alemana que en los comienzos del nacionalsocialismo habían colaborado con la política oficial, avanzado el proceso político habían tenido la visión de trasladar sus negocios a lugares más seguros, previendo con acierto una guerra larga y sacrificada.
En Argentina lograron en forma rápida una muy buena posición económica, producto de las licencias europeas que representaba su padre. Wilhelm fue educado en un colegio alemán del suburbano porteño, en donde se formó con aplicación y la rigidez sajona imaginable.
A Wilhelm no le era nada difícil memorizar, una virtud respetada y hasta promovida por aquel colegio, en base a quién sabe qué extraños principios educativos. Esa facultad natural lo llevó rápidamente a cosechar lauros que crecían a medida que él notaba que le servía para allanar cualquier dificultad de la vida estudiantil del secundario. Cuando apenas había terminado el segundo año del bachillerato, imaginó que podía concentrar los tres años siguientes en uno, y se largó a conseguirlo. Sus padres enloquecían de orgullo al notar la brillantez de su retoño, quien cumplió los dieciséis siendo un flamante graduado secundario.
Yo tenía dieciocho cuando conocí a Wilhelm en la cola de inscripción de la facultad de derecho estatal. Me pareció un bicho raro: su aspecto de nene, enfatizado por sus ojos claros y su pelo muy corto y rubio, contrastaba con sus pesados anteojos, la vestimenta excesivamente formal y el extraño lenguaje que usaba, intelectualoso y cerrado. Y le encantaba asombrar. Nuestro vínculo nació cuando le pedí ayuda, formando fila para la inscripción universitaria.
- Disculpame, me olvidé en casa la cartilla de instrucciones para la inscripción ¿me prestás la tuya?
- No la traje. Pero ¿qué querés saber?
- Hay una parte que indica la bibliografía que hay que leer para el examen de ingreso.
- Anotá, que te la dicto.
Acertarán si imaginan mi cara cuando me confesó que conocía toda la cartilla de memoria. Es que él no había elegido la carrera de derecho “para probar” como sí hacía yo. Él sabía lo que hacía.
Volví a encontrarlo nuestro primer día de clases, y fue toda una experiencia estudiar con él: me demostró no sólo que leía rápidamente todos los textos, sino que agregaba los de las bibliografías opcionales y hasta algunos otros que consultaba en bibliotecas. Por si fuera poco, sus padres le habían sacado una cuenta corriente en una librería del centro y así complementaba conocimientos, comparando textos y buscando oposiciones o similitudes en los distintos autores.
Pero aquello duró poco. Eran los fines de la década del sesenta, y la política universitaria agregaba condimentos a lo que ocurría en la calle. Enloquecí con una estudiante de psicología militante del peronismo revolucionario, a la que acompañaba diariamente al viejo edificio de la calle Independencia. Un día me invitó a una clase con su hermana, a la vez estudiante de sociología. Era en lo que después conocería como el aula mayor del lugar: seríamos unos quinientos asistentes apiñados, frente a un estrado en el que el profesor, imbuido de una mística casi fervorosa, contaba con mucha sencillez cómo a los latinoamericanos nos habían jodido todos: desde los reyes de España hasta los dictadores militares de entonces.
Allí decidí plantar los pesados volúmenes repletos de absurdas y para mí poco digeribles leyes, y aventar mis tendencias a interpretaciones sociales más realistas y prácticas. Una práctica que sólo podía desbordarse desde el terreno político y social.
Me inscribí en la carrera de psicología, y mi nuevo reino pasaría a ser durante varios años el querido edificio de Independencia, que por entonces albergaba la locura de múltiples carreras con miles de cursantes, y una efervescencia política que se movía para todos lados como hojas en el viento.
Dejé de ver a Wilhelm, salvo esporádicos encuentros sociales. Él crecía y lograba cambiar aquel aspecto original de nerd en un típico rubio sajón con cierto look que mejoraba el atractivo de galanes de la época como Robert Redford. Me llamaba la atención cómo las mujeres se dirigían a él, casi como invitándolo a que las tocara. Pero él parecía no entender tales códigos. Una amiga en común me consultó preguntándome si no sería puto. No me parecía, aunque la distancia me impedía asegurarlo con certeza. No tardaría en saber qué había realmente en esta cuestión.
Wilhelm, un memorista exitoso aún en la universidad, trastabillaba y se hundía frente a las exigencias de las materias humanísticas. Cuando se le exigía pensar, más que mencionar, fracasaba.
Me llamó por teléfono alarmado. Sus estudios fracasarían estrepitosamente, si al menos no lo ayudaba a aprobar en materias como sociología, antropología o filosofía de la historia. Estuve de acuerdo, y quedamos en reunirnos en su propia casa, una residencia algo fastuosa –medida desde mi nivel de vida- en pleno Barrio Parque. Durante un par de semanas lo ayudé con el enfoque de las ciencias sociales, tan difícil de asir por la memoria, porque lo que requiere es algo más amplio: comprensión y capacidad empática que permita definir de acuerdo a cada uno qué haría en cada situación.
Para mi sorpresa, Wilhelm se movía mejor de lo esperado, descubría que no sólo era buen memorista y repetidor, sino que su imaginación era abundante y podía expresarse con terminología propia con cierta facilidad.
Cuando terminó mi colaboración, decidimos celebrarlo en el centro. Recordé una exposición plástica a la que quería ir y hacia allí nos dirigimos, al pleno centro de la ciudad. Luego, nos fuimos al Florida Garden a tomar un café.
El camino por la peatonal Florida fue una experiencia insólita. Todas las mujeres nos miraban. Bah… eso es lo que yo asumía, nunca en mi paso por el centro lograba llamar la atención de ninguna de ellas. Esto que pasaba ahora tenía una explicación muy sencilla: todas las mujeres se regodeaban mirando a Wilhelm. 
Cuando nos sentamos en el café, muchos ojitos pícaros lo seguían desde distintas mesas.
 - Wilhelm: mirá a esas dos minas.
 - Lindas ¿no?
 - Riquísimas, ¿las invitamos?
 - Estás loco, ¿para qué? –dijo con su rostro enrojecidísimo-
 - Dale… ¿tu mamá no te explicó todavía para qué? –le contesté algo burlón.
 - Mirá, Fernando: soy muy tímido, ése es mi problema.
 - Desde que empezamos a caminar por Florida te han fichado todas las minas que cruzamos. Te juro que nunca me había pasado algo así. Ésas dos que te marco, te están desnudando con la mirada. Me sumo a la volteada, y a lo mejor ligo algo al lado tuyo.
 - Calmate: eso me pone muy nervioso.
 - No, si estoy calmado. Tal vez quieras confesarme algo: ¿no te gustan las mujeres?
 - Sí, me enloquecen. Sólo que no sé nunca por dónde arrancar. Me inhiben, me asustan. Y cuando se ponen tan agresivas, me asustan el doble.
 - Wilhelm: ¿sos virgen?
 - Sí.
No es que por entonces fuera yo muy experimentado en sexo, pero lo que me acababa de contar aquel alemancito me descolocaba. Un tipo que ponía caliente a cuanta hembra se le cruzaba, no sabía qué hacer con ellas. Un lío.
No volví a encontrarme con él hasta mucho después, cuando hubo aprobado sociología y me invitó a brindar. Su madre me había comprado un regalo para agradecer mi ayuda, y en su casa fui muy bien recibido.
Nos encerramos en su habitación y me confesó que había perdido la virginidad. No se me ocurría cómo podía haber sido, pero al contármelo supuse que debía haberlo imaginado: lo había casi violado una mujer mayor, amiga de su madre. La tipa sabía que sus padres se habían ido de paseo a la playa, y entró a su casa con la excusa de retirar cosas que había prestado. En menos de lo que canta un gallo, se desnudó y se propasó con aquel adolescente que pasó dos semanas gloriosas aprendiendo casi de prepo todos los secretos del sexo.
Celebré aquel hecho, y me alegré que ya no tuviera más problemas.
- No, no entendés… los problemas ahora son más complejos. Es que me acuerdo de aquello y quiero continuar.
- ¿Y qué te lo impide?
- ¡Es la amiga de mi mamá! Me comprometí a no contar ni repetir nada.
- Pero las mujeres sobran.
- Para vos sobrarán. Ahora sueño todos los días con que entran desnudas a mi pieza y me quieren violar.
Pobre Wilhelm. Demasiadas contradicciones juntas, la vida siempre reserva esas cosas raras, impensadas e inmanejables.
Pero con el tiempo terminó siendo un abogado impecable, con maestrías en varias especialidades y distinciones de todo tipo. Aunque cada vez que le interrogaba sobre su vida sexual, mi oído se asombraba: una gitana se lo había levantado sin avisarle que era casada, lo cual le había traído innumerables inconvenientes como la pérdida de varias piezas dentales vía trompadas maritales, o un juicio por estupro por ignorar que aquella estudiante que lo había encerrado en su casa era menor de dieciocho. En fin: que encontró paz en un matrimonio celebrado de acuerdo con cánones bien tradicionales, casi de telenovela. Se enamoró de la empleada de un restaurant del patio de comidas del Paseo Alcorta, en su propio barrio paterno, que para colmo era también de familia germana.
Wilhelm ahora tiene dos hijos casados, que por supuesto trabajan fuera del país. Él vive con su mujer en un country con todas las comodidades imaginables. Todo esto me lo contó al encontrarlo, de casualidad, cuando salía de Tribunales. Ya no tiene la facha de Redford, pero conserva apenas sus ojos claros, enmarcados por una calvicie, papada, unos cien kilos más y una autosuficiencia insoportable. Cuando le pregunté sobre su actividad sexual se cagó de risa. Me miró desde lo alto y me espetó “¡pero mirá cómo te acordás!”. Detrás, venía corriendo una adolescente que lo abrazó y le dio un fuerte e interminable beso de lengua. “No te asustes, no es mi nieta” me dijo.

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