Wednesday, September 06, 2006

 

ERNESTO

Se los describo para que no tengan que imaginárselo: un gnomo. Nunca debe haber pesado más de sesenta kilos, castaño claro, con barba rala y pelo siempre muy corto tratando de disimular su creciente calvicie. De tez muy blanca, casi refractaria al sol y siempre desalineado, de eternos jeans y camisas de trabajo. A lo sumo, cuando sobrevenía el frío, agregaba a su atuendo una campera de tela de jean gastada y eternas zapatillas de basquet.
La descripción no dista mucho de la del resto de mis alumnos allá por los comienzos de los setenta: eso por no detenerme en el discurso de cada uno. Todos mezclaban la política diaria con los textos de Freud y Marx y encendidas arengas en las cuales de manera inevitable se creía que estábamos en los prolegómenos de una revolución de puta madre.
Yo era ayudante de la cátedra de Psicología General, que era algo así como el abrazo de recepción de todos estos chicos tan llenos de pasión y sin embargo tan cerebrales.
Con muy pocos de ellos he vuelto a encontrarme; es posible, sin embargo, que si lo hago me costaría bastante llegar a reconocerlos. A muchos de ellos los he vuelto a descubrir en actividades académicas, pero me ha resultado difícil identificarlos con aquellos puñados de muchachos embarcados en misiones de pasión pura. Casi todos lucían más viejos que yo. Y de la pasión no quedaba ni el aroma. Claro que esto es Argentina, y muchos de aquellos legítimos apasionados deben haber quedado en el camino envueltos en sus pancartas en algún pozo de la historia, o huyendo de la incomprensión y la picana hayan elegido su lugar en el mundo en Europa, bien a salvo del destino trágico que les había preparado su propia patria.
Ernesto no era mi mejor alumno, pero era el que lograba enfrentarme casi siempre con mis propias contradicciones. A aquella altura del partido creo que constituyó primero el hermano que me hubiera gustado tener, luego se me ha confundido con el hijo que no tuve. Y todo esto en el terreno de lo simbólico más que de lo emocional, si no es que en mi caso parecieran la misma cosa.
Lo que siempre me había llamado la atención de él cuando lo conocí es que nunca estaba solo. Siempre venía a consultarme con Beatriz, una chica bastante más joven que él y mucho más esmirriada, casi anoréxica. Descontaba que sería su pareja, siempre atenta a lo que él expresaba y adhiriendo a lo que él dijera, aunque sólo fuera con su mirada. Yo nunca hubiera dicho “Ernesto me consulta”, sino “ellos me consultan”... Así era aquel vínculo más que obvio.
Cuando terminamos aquel cuatrimestre y, casi por casualidad, me enteré que no sólo no eran pareja, sino apenas que si buenos compañeros, ya que cada uno tenía su pareja: Ernesto arrastraba una relación de más de dos años y Beatriz un noviazgo con un chiquilín de su edad que la visitaba en su casa desde que eran adolescentes.
Claro, como en todos los casos, no volví a verlos más. Hasta siete años después, cuando Ernesto cayó en mi consultorio y, sin querer, me atravesó en lágrimas.
Ahí tuve la oportunidad de conocer el trasfondo de aquella historia y, lo más importante, el recorrido de la curiosa vida de un tipo signado por una desdichada vida amorosa, tortuosa, repleta de experiencias no muy dramáticas pero sí poco agradables. Como que no daba para configurar un teleteatro, pero que puede llenar de color una sesión de comentarios con el peluquero.
Aquellos compañeros de la carrera de Psicología habían soldado sus vidas, casi sin querer, agarrados al cigarrillo y el café, durmiéndose juntos sobre las obras de Freud. Habían pasado cientos de horas juntos, o bien en la casa de la familia de él o de ella, despertando los celos inevitables de sus parejas y haciendo una activa campaña inconsciente por aquella relación que había nacido con la excusa del estudio.
Me costó mucho, seis años más tarde, recordar quién era Ernesto cuando escuché su voz en el teléfono, pidiéndome encontrarnos ya en mi consultorio. Cuando vino, me llamó la atención que el tiempo no parecía haber pasado para él. No parecía haber abandonado ninguna de sus características ni externas ni internas, sólo que se notaba que una aplanadora le había pasado por encima, a pesar de su aparente aplomo, su eterna necesidad de creerse él mismo que nada parecía afectarle.
Imaginé que tendríamos que trabajar mucho e imaginé bien. Muchas horas en mi consultorio me llevó enteder la profusa trama interna del pensamiento, del accionar y de lo emocional de Ernesto. O más bien: nunca lo entendí. Sólo he escuchado y tratado de percibir lo que mejor me permitieron mis sentidos y mis conocimientos psicoanalíticos.
Por aquellos años iniciales, parece que Beatriz fue la primera en sentir una fuerte corriente afectiva que lo sedujo de manera inevitable, si es que él hubiera querido o podido evitarlo. Y una vez que se sumergieron en aquello así surgido, el movimiento expulsó casi por leyes físicas a los que ellos consideraban sus respectivas parejas. Así que decidieron unirse, irse a vivir juntos y ejercer sus propias opiniones internas, lejos de esas dos familias burguesas, plenas de rituales tan opuestos a sus ideas más íntimas.
La relación creció de una manera singular, imprevista, ya que unía lo pasional a lo intelectual y cada cosa empujaba a la otra. Discutían con igual intensidad la falta de papel higiénico y quién salía a comprarlo como la visión particular diferente de una idea de Lacan. Después, vino aquella hija que ambos recibieron tan bien, en medio de textos y reuniones de estudios en el living de la casa.
Fue recién unos años después que Beatriz prefirió optar por su profesor de gimnasia y creer que lo que la unía a la vida más que las obras completas de Freud era el correr por una cinta, tratar de bajar de peso y unir su transpiración a la de Gabriel, alguien que la ponía reloca en su sexualidad interior.
A Ernesto le fue, sin embargo, bastante más difícil bajarse de aquel mundo al que había entrado de una manera tan natural. Sintió que perder a Beatriz era como perder su mano, su pie o tal vez la nariz. Y, con la justa finalidad de no deprimirse, consiguió mi teléfono.
Esta historia comienza a tejerse allá por 1977, un año particular para mí por la muerte de mis padres, algo bastante difícil y pesado. Pero ya he contado que nada personal ha de deslizarse en mi weblog. Siempre tuve una particular comprensión del drama de Ernesto y me era muy difícil no “estar de su lado”, pero esta cuestión en el fondo nos pasa a todos los analistas, que en algún lugar debemos seguir siendo humanos.
Ernesto lloró todo lo que pudo, y luego de entender de cuanta inevitabilidad se trataba, comenzó a buscar nuevas parejas. Un tema más difícil de lo que parece, porque así se está destinado a encontrarse con todos los casos sueltos posibles de embarcar y esta es una cuestión a la larga difícil y cuanto más penosa.
En treinta años, Ernesto tuvo una vida compleja, llena de vínculos diversos, todos frustrados al fin y al cabo. Historias que traía al consultorio y que vivía a pleno. Así creció y, sobre todo, envejeció. O, mejor interpretado, envejecimos juntos.
Fue a fines del 2001 que enfermó. Aquello que lo preocupaba y que parecía un resfrío que no curaba nunca terminó con pautas sombrías. Un año después sabía que lo suyo era incurable, y que moriría sin remedio. Nunca me gustó tener que lidiar con pacientes en fase terminal, así que imagínense lo que fue trabajar con este Ernesto que, a esa altura ya era en forma cabal el hermano que nunca había tenido. Un hermano del que conocía todos sus pesares pero al que por ética profesional no pude confesarle ni un desconsuelo mío.
Por entonces fue que él me confió una misión: ser su albacea. Ernesto quería que, después de muerto, yo me encontrara con cada una de las personas con las que se vinculó y les contara lo que él pensaba, creía y –sobre todo- había sentido y sufrido por elllas.
Especular sobre ética profesional es al pedo cuando uno es un ser humano. Estoy casi seguro qué es lo que piensan al respecto muchos de mis colegas, enfundados en encuadres tan cerrados como obtusos. Pero yo tenía allí enfrente mío al muchacho que desde hacía años había sido testigo de sus triunfos y sus penas que se iba a morir y me pedía un favor. ¿Tenía que negarme y aducir encuadres, éticas y cosas por el estilo?
Decidí cumplir con aquella misión, para la cual no diría quién era en realidad: el psiconalista durante treinta años de Ernesto, sólo me presentaría como un viejo amigo al que le había pedido un favor. Y debería hacerme cargo de todas las consecuencias.
Esto continuará, luego, en “Ernesto, segunda parte”.

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