Thursday, May 24, 2007

 

SOLEDAD

Si bien cuento con muchas historias atractivas de aquellos que fueron mis pacientes, a veces me tiento por contar historias personales. Aunque no me gusta sentir que estoy haciendo mi autobiografía: siempre pensé que es un acto de vanagloria personal, de gente que fue tan fanfarrona durante toda su vida que pretende aun seguir jactándose de un pasado que al fin y al cabo a pocos interesa que lo hubiera vivido.
Allá por los setenta conocí a Marcia, una colega esbelta, algo entrada en años y preocupada por el deterioro en que caía ahora la que fue una refinada belleza. Yo me había anotado en un curso sobre el análisis del discurso, algo que preocupaba a todos a quienes habíamos acertado conocer la obra de Lacán y nos habíamos dado de bruces con lo inextrincable de sus propuestas.
Marcia es lo que yo podría denominar una de las pocas mujeres discretas que he llegado a conocer en mi vida: cada vez que me llamaba por teléfono indagaba si podía hablar, hasta solía preguntarme si me podría preguntar algo.
Le hice notar lo poco usual de su discreción, y me dijo que a ella le molestaba bastante que la interrumpieran en sus reflexiones, en sus actividades y hasta en su sueño. Y que trataba de asumir la empatía de no hacer lo mismo con los demás. Un valor poco común y hasta admirable para alguien que como yo, era ametrallado a cualquier hora por teléfono por boludeces por pacientes, colegas, alumnos y parientes.
Esta característica de discreción colaboró con que me hiciera a la larga un buen amigo de Marcia. Nos concentrábamos a estudiar juntos, y la actividad se volvía placentera por el tema y por la compañía. Marcia era una persona cero chismosa: le bastaba que yo fuera su compañero de estudios y no hacía preguntas incómodas ni sobre mi vida personal. Yo le retribuía con iguales dosis de discreción y ambos nos divertíamos con buen café y mucho humo de cigarrillos que por entonces ambos nos dábamos el lujo de degustar.
Un día me sorprendió con un ofrecimiento: encarar en conjunto un seminario privado de posgrado. Una universidad confesional no incluía a Freud, por razones discutibles, en su plan de estudios ¡de la carrera de psicología!, con lo cual estaba generando profesionales sin formación psicoanalítica. Un integrante del grupo de profesores, que no estaba de acuerdo con tal procedimiento, había organizado un instituto de estudios de posgrado con seminarios de especialización psicoanalítica: mucho Freud y Lacan, cuyo conocimiento de sus seminarios empezaba a crecer en el medio nacional. Con ese atractivo captó a casi todo el alumnado que se quejaba a diario por la ausencia de aquello que da más razón de ser a la carrera profesional del psicólogo.
El ofrecimiento me agradó, si bien mis tiempos no daban para todo. Pero acepté entrevistarme con el director de aquel instituto y ver qué podía terminar negociando. Con Marcia nos dirigimos hacia aquella vieja casona en Palermo: había sido reciclada con buen gusto y transformada en una casa de estudios. Con todo lo que debía tener para hacer sentir confortable a gente de clase media que había tenido los recursos suficientes para estudiar en una universidad privada y ahora seguir haciendo inversiones para especializarse.
Estábamos con Marcia en la recepción aguardando. Soledad apareció amable, sonriendo. Saludó a mi colega con gran afecto y demostrando que ya la conocía. Allí me enteré que aquella niña no era una secretaria, sino la codirectora, y también profesora en la universidad.
Yo hacía más de un año que me había separado de mi primera esposa, y me había sido algo difícil encontrar nueva pareja estable. Por entonces pensaba que mi neurosis me bloqueaba la posibilidad de fijar un nuevo vínculo que me fuera satisfactorio.
Con Soledad parecía haber encontrado aquello que cubría mis necesidades afectivas: esa chica del rostro anguloso, la mirada expresiva, el andar sigiloso. En el diálogo que tuvimos aquella tarde nuestras miradas se cruzaron varias veces. Salí impactado. Impactadísimo.
Al día siguiente me encontré con Marcia y le confesé aquello que me pasaba.
- Bien, muchacho: ella también me preguntó por vos. Creo que el flechazo fue mutuo.
- ¿Ella no tiene pareja?
- No tengo mucha intimidad con ella para saber tanto, pero pareciera que no.
- ¿Vos creés, entonces, que si la invito a salir no se va a oponer?
- Pienso que no.
Así fue como nos encontramos con Soledad, en un bar también de Palermo, una tarde. En una charla muy distendida. Muy para conocer quiénes éramos.
Cada minuto que pasaba me parecía más seductora, más cercana a mí. Así que quedamos en volver a vernos a mitad de semana, en un día que coincidíamos en quedar libres temprano. Saldríamos a cenar.
Fue en aquel restaurant que Sole decidió contarme el eje principal de su vida: su filiación. Porque si bien parecía una mujer más, profesional urbana y atractiva, pues que no lo era. O más bien: pues que no debería serlo. Soledad pertenecía a una organización confesional por medio de la cual ejercía actividades religiosas dentro de las cuales mantenía voto de castidad.
Lo que oyeron.
Ni se imaginen mi nivel de confusión. ¿Qué hacía yo allí sentado como un boludo tratando de deslizarla de a poco hacia mi cama, a una especie de monja?
Claro: se lo pregunté. Allí siguió la confesión, tan confusa como neurótica: ella había solicitado “cambiar de categoría” en aquella organización, y por tanto hasta que la autorizaran se estaba preparando. Para ahorrar camino, me adelantó que tenía un buen whisky y que me haría un café en su consultorio, a pocas cuadras de donde estábamos.
Como estaba muy intrigado sobre cómo seguiría esta propuesta, inicié todo mi repertorio de acercamiento pasional, que aseguraba que no quedaran ocultas mis verdaderas intenciones. Aunque respondían también a lo sugerente del whisky y el café a solas.
Soledad admitió todo tipo de avances de tipo sexual. Todos los que no fueran acercarse al sexo, claro. Cuando, de todas maneras, intenté ir todavía más allá para desprender su ropa interior, me encontré con la triste comprobación de que su cuerpo estaba cubierto por una enorme faja que arrancaba desde arriba de su cintura y cubría parte de sus piernas. Una especie de coraza elástica firme y dura, casi imposible de sacar sin su propia colaboración.
- Lo que te expliqué: todavía no me autorizan.
Aquello era terrible: loco y feo.
Me fui, decepcionado.
Mi reencuentro, de tipo profesional y varios días más tarde, fue celebrado sólo por ella, que me besaba y acariciaba, y pretendía deslizar frases dulces de amor.
Tal vez debería aguardar un tiempo, hasta que “la autorizaran”. No lo entendí así.

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