Wednesday, May 25, 2005

 

IDENTIDAD

Siempre pensé que debería haber hecho como Freud: escribir todas las historias que recogí en el consultorio: con su correspondiente interpretación y el hilo conductor permanente que me permitió seguir el caso. No se si hoy sería el referente obligado de la psicoterapia latina, pero en cambio mi prestigio científico me enorgullecería. En cambio soy un viejo artesano jubilado, que sabe regar muy bien el jardín, pasear con los nietos y recordar con detalles emocionantes sus encuentros sexuales de juventud.
¿Cómo me podría definir? Como un modesto profesional, tal vez un algo más exitoso que otros por el estilo obsesivo con que me dedicara a cada uno de mis pacientes.
Hace poco reflexionábamos sobre el tema con mi odontólogo, también muy entregado a sus dotes profesionales. Pareciera como que ambos coincidíamos en que tal vez hubiéramos querido ser lo que no éramos. Claro que, en síntesis y dando por tierra con cualquier otra interpretación, a ambos nos ha ido bastante bien. Pero nuestra imaginación agregaba cosas mucho mejores como ambición no cumplida. Han pasado muchos casos así por mi consultorio. Demasiada gente que no pudo ser lo que quería, y en cambio lo que era no los satisfacía.
Eso era María Eva.
El motivo que la había empujado a conocerme había sido que ella se autodefinía como pobre, gorda y bastante inculta, pero pensaba que la felicidad aparecería inmediatamente de cambiar tales parámetros, de manera tal de ser rica, flaca y "doctora en algo que le gustara".
A poco que fui conociendo sus pensamientos, descubrí que todo parecía no ser tan así, ya que parecía disfrutar muchísimo de lo que ella misma denominaba sus "penares"
- ¡Usted sabe por qué me pusieron mi nombre?
- Imagino que por Eva Perón.
- Nací el día que ella murió. Así como los muy cristianos pueden poner Nopuceno a un pobre chico que haya nacido el día de ese santo, a mi familia muy peronista no se le ocurrió mejor nombre que el de la que ellos consideraban su ídola.
- Bueno: su familia adoraba a Evita, supongo que la adoración se debió trasladar a usted (yo intentaba aportar una visión algo optimista).
- ¿Usted cree bueno asociar mi nombre al de alguien que muere en el momento que yo nazco?
En eso debía tener razón: fue ella la que vivió por siempre el resultado de la experiencia, y no yo que simplemente trataba de "buscarle" al asunto un costado mejor. No pareciera en realidad ser muy alentador saber que uno "ligó" nada menos que su nombre de alguien que moría de un cáncer horrible.
Aquello iría a ser, además, una eterna complicación para mi paciente. Durante su niñez debió padecer la persecución que vivió el peronismo, que incluía nada más y nada menos que ¡la prohibición oficial por ley de nombrar a Eva!
Aquella situación se complicó aún más con todos los rumores que la oposición había tejido sobre la muerta, referencias que habían servido como modelo para el nombre ejemplar de la niña.
Ya grande, llegó a sus manos la biografía de Evita, escrita por su amiga Vera Pichel, que le confirmaba muchos de los rumores conocidos. Es que su referente tenía, entre tantas cuestiones descubiertas ¡problemas de identidad!
Eva Perón era fruto de la "casa chica" de un señor que había armado dos parejas, una legal y otra en las sombras, por lo cual se había limitado en principio por reconocer sólo a sus hijos del matrimonio con papeles. Por lo tanto su madre la había inscrito originalmente como Eva María Ibarguren, apellido materno. En su adolescencia como actriz había optado por el nombre Eva Duarte, con apellido paterno. Al casarse lo completó con el de María Eva Duarte de Perón, previo cambio de lugar y fecha de nacimiento por obra de personal de los registros. Como esposa del presidente prefirió figurar en todos los actos como Eva Perón (el nombre que dio a su fundación) y ya líder absoluta en su partido prefirió el cariñoso nombre con que se la conoce en la historia: Evita.
Cuando "mi" María Eva tuvo 20 años tuvo la desgracia de conseguir un trabajo estatal por obra y gracia del "acomodo" logrado a través de un tío militar. Esto la movió a ser un algo "lanussista" y apoyar la candidatura de Ezequiel Martínez, un militar que obtuvo los votos suficientes como para salir último, en medio de una apertura que permitió al peronismo volver al poder luego de dieciocho años de prohibición.
Llamarse María Eva en un medio opositor al peronismo le trajo aparejado mil y un problemas más.
Decidió traerme una foto de cuando era flaca. Tenía tal vez 14 o 15 años, y realmente daba pena su contextura escasa de las redondeces características de las adolescentes.
Fue por entonces que la conoció su "novio feo".
- El tenía 20 años y estaba en la colimba. Yo acababa de cumplir quince y era muy romántica. Nos conocimos en la feria de ciencias organizada por el colegio de mi hermano. Mis viejos solían cuidarme exageradamente, todos pretendían custodiar mi virginidad, aunque sin mencionarlo siquiera. Pero ¿quién iría a sospechar de un encuentro a las cinco de la tarde en una escuela? Por supuesto: perdí mi virginidad sobre el inodoro del baño de hombres del colegio de mi hermano, un domingo a las cinco de la tarde, mientras toda la familia visitaba aquella feria coquetamente armada por los chicos.
Un año después se casaron, hartos de "hacerlo" de parado en los lugares más oscuros de la ciudad, en la pieza donde dormían sus cuñados o masturbándose mientras comentaban por teléfono todo lo que podrían hacerse si estuvieran juntos.
Para entonces, Ricardo había obtenido la baja en el ejército y había vuelto a trabajar con su padre, atendiendo un negocio de electricidad familiar que tenían por Almagro.
Ella dejó su trabajo, y Ricardo era el que "trabajaba afuera" y Eva fue así destinada, naturalmente, a "las cosas de la casa".
- Al menos en esa época pocas alternativas le quedaban a una mujer que no trabajaba ni estudiaba.
Y empezó a engordar. A los tres años de casada, antes de su primer hijo, ya tenía 30 kilos de más. Luego del nacimiento de Abel sumó diez más. Las vicisitudes vividas luego de la quiebra del negocio de electricidad (no alcanzaron a "pasar el invierno" de la economía argentina) parece que fueron la principal causa que ayudaron a sobrevenir los siguientes veinte kilos.
Los dos hijos restantes aportaron un resto de kilos imposibles de frenar.
Cuando llegó por primera vez al consultorio me impresionó bastante su obesidad. Ella decía que la comida era un muy buen calmante de todo. Su marido había muerto, sus hijos se habían casado, y quería "resurgir" ingresando a la Facultad de Ciencias Económicas.
Sus únicos ingresos oficiales eran la pensión exigua que le había dejado su marido, y algunos pesos extras que le aportaban los chicos. Toda mi terapia se orientó a colaborar con el dietólogo que estaba tratando de reeducar sus hábitos de comida. La ayudé bastante en detectar sus boicots, en poder comer mejor y caminar más. Y que sus intentos de empezar a estudiar se concretaran y fueran beneficiosos.
Comenzó a maravillarse con las ciencias contables, a fanatizarse y a ponerlas en práctica en cuanta cosa se le cruzara.
Hasta que conoció a Leopoldo.
Cuando comenzó la facultad tenía 52 años y ya había logrado mejor figura. Si bien nos habíamos sumergido en el tema nueva pareja, nunca había querido incursionar realmente. Pero Leo apareció en un grupo de estudio y ambos creyeron haberse hecho "grandes amigos". Leopoldo tenía por entonces 21 años y poca suerte con las mujeres. Había quedado huérfano de madre desde muy chico y fue criado por su padre y su tío solterón, que cubría las ausencias de su padre, viajante eterno por el interior.
Cuando Eva notó que le pasaban cosas con su nuevo compañero, se asustó mucho: tenía la misma edad que su hija menor.
Pero, tal cual lo habíamos visto juntos, no iba a detener el transcurrir de lo que podía arreciar. Se habían encontrado a estudiar un sesudo texto de Keynes al cual ella no le encontraba la vuelta. Fue cuando Leopoldo le confesó que ella le gustaba mucho, y la besó. Cuando se acostaron, ya desnudos e irremediablemente excitados, Eva rompió su segunda virginidad, que tenía ya más de veinte años de transcurridas.
Aquel hecho inició una serie de buenas nuevas desde el punto de vista de mi modesta terapia: Eva comenzó a adelgazar sin medida, sus notas en la facultad pasaron a ser brillantes, mejoró la relación con sus hijos.
Como muchas veces en el consultorio (esto pasa, qué podemos hacer) el paciente me adjudicó todos los triunfos que percibía. Eva era muy feliz, pero yo más. Tuve que anunciarle que nuestra terapia llegaba a su fin.
Un día llegó muy ansiosa: me comunicaba que Leopoldo le había pedido que se casaran.
- Está loco –dijo.
- Pero usted: ¿lo quiere o no lo quiere? –contraataqué.
- Sí, pero dentro de esta relación. Mis hijos no se bancan que yo salga con un muchacho tan joven, al que le llevo tantos años. Si me caso, no podría soportar la presión que generaría mi familia.
Así que no se casaron, manteniendo un supuesto "noviazgo". Pero aquello no terminaba de ser digerido por el pobre Leopoldo, y comenzaron las crisis.
Lo cité y charlamos. Aquel pobre hombre soñaba con un matrimonio como todos los que había en su familia: con una mujer que lo esperara todos los días en su casa. Aceptaba la situación que proponía Eva porque la amaba, pero me di cuenta que no daba para más.
La relación se fue apagando.
Eva consiguió finalmente una pareja de su edad, un divorciado que aceptó la propuesta de "noviazgo cama afuera". Y con la nueva situación comenzaron a aparecer nuevos kilos.
Leopoldo se casó con la mejor amiga de Eva, quien lo había tenido en la mira desde siempre.
Eva se recibió de contadora a los 55 años, y puso un estudio con quien había sido una de sus compañeras.
Cada tanto recibo e-mails que me envía, con mucha nostalgia. Le conté que quería contar su historia. Le encantó, y hasta dejó que usara su propio nombre. Quiere retomar la terapia porque finalmente abandonó a su novio y –asegura- quiere empezar su vida sentimental "de nuevo".
Eva: como ve, me jubilé. Espero haberla ayudado contando su historia como aquí está. Y recuerde que si come menos, engorda menos.

Wednesday, May 11, 2005

 

BUENAS TARDES DOCTOR

En la época en que me gradué no era tan sencillo pretender alcanzar además el doctorado en psicología. Y no porque no quisiera o no debiera. Cualquiera sabe que ningún psicólogo se recibe cuando se recibe sino "algún día", en medio de congresos, simposios, reuniones especiales, seminarios y juntas. Se estudia siempre. La diferencia para un doctorado sería una tesis realizada ortodoxamente y mostrando todo lo que uno sabe y el nuevo enfoque que pudiera encontrar. Pero ni siquiera maestrías existían por entonces, y bueno... uno no es "doctor". Ese detalle que a uno parece escapársele, no a todos le pasa.
A mediados de los setenta recibí, derivado, a Juan Carlos, con una recomendación especial. Me lo mandaba mi colega Pedro, que realmente no tenía ni tiempo ni ganas. Pero cuánto le hubiera gustado atenderlo, de haber sabido quién era...
Cuando abrí la puerta me encontré de frente con la portada de todos los diarios. Así que procedí a quedarme con la boca abierta.
- ¿Puedo pasar? -dijo el hombre después de saludarme y notar que mi sorpresa se mezclaba con el susto.
Entró, se sentó frente a mi escritorio y siguió.
- Si es por el tema seguridad, no tenga ningún miedo. Como sabrá, hay alrededor nuestro un enorme dispositivo de seguridad.
- Es lo que me intranquiliza, precisamente -tratando de ser gracioso, en la linea de lo que había visto siempre que hacían en el escenario Les Luthiers, que seguro que antes lo habían visto ellos hacerlo a los Hermanos Marx.
Ahora empezaba a sospechar que en realidad Pedro sabía de quién se trataba, y por qué me había derivado tan fácilmente. Ser el psicoanalista de uno de los funcionarios más cuestionados, combatidos e impopulares del gobierno iría a ser una situación sencilla.
- Doctor: yo vengo aquí porque debo encontrar una serie de soluciones de las cuales ni sospecho cómo resolver -dicho lo cual, se echó a llorar.
Siempre me fue muy fácil seguir el diálogo de una mujer que llora. Es que todas las mujeres lloran en el psicoanalista, con la misma naturalidad que se sacan la bombacha en el consultorio del ginecólogo, por lo cual un analista está muy acostumbrada al permanente chubasco que lo acompaña. Pero hablar con un viejardo llorando, y que encima es lo que es, es como difícil de soportar.
Hay que entender que yo estaba todavía impactado con el hecho de que nunca había hablado con un funcionario de ese rango, y me viene a pasar justo como paciente.
Así que intenté primero poner orden.
- Creo que debo aclararle, ante todo, que no es necesario que me diga doctor...
- Pero... ¿usted no es doctor? -dijo, alarmado y casi enfurecido.
- Soy psicólogo.
- ¿Y?
- Bueno... no soy doctor...
- Yo tampoco soy doctor, soy contador, pero ¡guay el que no me diga doctor!
Me dejó sin muchos argumentos, porque yo intentaba enmarcar un poquito el nivel de realidad para arrancar bien. Él me estaba ganando el primer round, que parecía haber ganado yo ante su llanto.
- ¿A usted le va a molestar que yo le siga diciendo Doctor? -señaló.
- No, ya que seremos dos no-doctores tratándose de doctores, no...
Me miró para saber si reirse o no, así que se rió. Con lo cual tuve a nuestro Señor (Doctor) en mi consultorio llorando y riendo en el breve lapso de cinco minutos.
- Bien, doctor: lo escucho:
- Me trae por aquí un asunto que yo considero importante. Es probable que sea una boludez, pero para mí es muy grave. Me ha perseguido durante años, pero desde que me han designado ministro la cosa se agravó: sólo pienso en ello.
Su excelencia volvió a comenzar a llorar, y no pudo detener el llanto durante un largo lapso.
- Pasa que mi señora es estéril -dijo- ¿usted está seguro de que no está grabando esto, no?
- Yo le aseguro que ni grabo ni nadie graba. Si además, su custodia ha tomado medidas para que nadie pueda acercarse... bueno... estaremos bastante seguros.
- Sí. Decía que no pudimos tener hijos con mi mujer. Mejor dicho: ella no pudo tener hijos.
- Eso quiere decir que usted sí.
- ¿Cómo adivinó?
- No adivino, por eso le pregunto.
- Bueno, pasaba el tiempo y yo me empecé a preguntar si realmente no iba a tener hijos nunca. Así que consultamos a un médico y nos confirmó que ella tenía una seria obstrucción en las trompas que le impedían para siempre ser madre.
-¿Y?
- Lloramos mucho. Pero para ese entonces yo ya estaba en una muy buena posición económica, así que nos tomamos un año sabático y nos fuimos a recorrer la parte del mundo que no conocíamos: Oriente, Rusia, Suecia y Australia. ¿Usted piensa que hicimos mal?
- No es mi papel juzgar. Entienda que yo intento que me cuente cuál es el nudo principal que lo trae aquí. Y creo que si lo dejo me va a contar todos sus viajes por el mundo. Yo pienso que tiene algo que ver con el tema de sus hijos.
- ¡Ah! Usted ya sabe algo de mis hijos...
- Usted me lo dijo, al precisarme que su mujer no tenía hijos pero usted sí.
- ¿Yo le dije eso? ¿Es que usted me hipnotizó?
- Le ruego que se calme...

Claro, se calmó y pudo contarme. Este hombre, que no pudo tener hijos con su mujer, intentó tener hijos con el resto de las mujeres. Y como todo el mundo sabe, esto funciona bien. Lo que él nunca sospechó era que en unos años más el sería uno de los hombres más famosos del país. Para entonces había "repartido suficientemente su simiente" como para que ningún abogado quisiera saber nada de su caso.
El Dr. X -llamémosle así- y más por doctor que por X, decidió que si su mujer no tenía hijos, alguien debería tenérselos. Y, textualmente, se dedicó al tema.
- Perdóneme: ¿me puede decir cuántos hijos tiene?
- No se -dijo X, como no siendo un tema con demasiado trascendencia.
- ¿Más de uno?
- Oh, claro... hasta donde conté llevaba nueve. Pero es posible que sean algunos más.
Me imaginaba a los periodistas chimenteros. A Crónica, tratando de verificar por distintas fuentes su titular de mañana "DR. X TUVO UNA DOCENA DE HIJOS EXTRAMATRIMONIALES ANTES DE SER MINISTRO". Y nuestro gobierno quedándose sin una parte importante de la negociación con el FMI, en medio de una inflación horrible y a horas de una nueva devaluación del peso.

- ¿Su señora lo sabe?
X me miró como taladrándome, o tal vez preguntándome cuán pelotudo podrá ser su analista.
- Mi señora no sólo no lo sabe, yo aspiro a que no lo sepa nunca. No me lo perdonaría. Yo trato de asistir a esos chicos como puedo, pero a veces pienso que he sido un poco ansioso en mi vida y se me fue la mano.
- ¿Reconoció a esos chicos?
- Nunca.
- ¿Qué edad tienen?
- El mayor tiene 42 años.

Hasta aquí quiso llegar mi relato. Porque esto es todo lo que tiene de particular. Ahora voy a trazar una síntesis personal, que es lo que me parece más interesante.
El Dr. X, descendiente de una familia europea muy prolija, austera y buena ciudadana había cumplido con brillo todos los cánones éticos, morales y religiosos con ímpetu probo. Se había jactado y había lucido todos sus cumplimientos frente a su familia, la sociedad, las instituciones y la religión. Pero no soportó, sencillamente, que "en pago" de tanta entrega se le negara la dicha de ser padre. Y, por su adscripción a tanta ley apretando debía resignarse y morir sin hijos. Esto lo soportó uno o dos años, hasta que en su soledad pergeñó ofrecerle embarazo a su mucama. Y el éxito de la misión lo animó a seguir ofreciéndolo: a su cuñada, a su secretaria, a una empleada de sus socios... y así fue como comenzó a abandonar su fervor por la adsscripción a las leyes y empezó una segunda vida en la que se dio cuenta que no sólo era mentira que no podía ser padre, sino que la única verdad era su posibilidad de ser un padrillo "siempre listo" y con gran éxito.
El llevar una doble vida es bastante sencillo, pensaba X. Lo que sí debe ser difícil es una triple o cuádruple vida. Y en su caso, la transgresión se limitaba a aflojar su cinturón, bajar sus calzoncillos y eyacular asegurándose de que los espermatozoides siguieran el recorrido clásico. Luego debía volver a casa y seguir su vida normal, que solía incluir -para su beneplácito- nuevas eyaculaciones, aunque estas veces debiera serlo en seno infértil.
El tiempo pasó rápido, la gente cambia, los contextos se modifican. Y a X, un día, le ofrecieron aquel cargo tan importante.
Su amigo Ortiz le ofreció que opinara un abogado. Su hermana le recomendó a una astróloga. Su médico lo derivó a mi colega, quien según jura a lo largo de los años, sin saber de quién se trataba me lo derivó a mí.

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