Friday, April 29, 2005
EL CASO MORA
Voy a relatarlo separado porque, en sí, es un caso muy rico, especial y nunca terminado, aunque la razón por la que nos visitara (a mí y a los otros profesionales anteriores) no parece haberse morigerado. La razón de la existencia del romanticismo no es la posibilidad de la construcción poética sino el desarrollo incierto que guarda una neurosis.
Mora fue la primera hija de un matrimonio demasiado prolífico para el medio urbano (cinco hijos, dos perdidos, uno abortado), que como primer bebé tuvo todos los alientos familiares: primera nieta, primera sobrina, el juguete obligado de una familia pequeño burguesa aburrida y llena de prejuicios pueblerinos.
Mora me trajo todas las fotos de su niñez. Delgada, pálida, con la mirada siempre perdida, trasuntaba soledad. “Por entonces mi mamá se había transformado en una tortura. Simultáneamente me halagaba y me hacía sentir que era el ombligo del mundo, pero de pronto y no se por qué estaba gritando todo tipo de barbaridades asquerosas que antecedían o precedían golpes o encerradas en el baño como castigo a culpas que ni ella ni yo recordábamos”.
Es que ya había nacido su hermana, enorme piedra sobre su narcisismo. “Ahora cuando ella nazca ya no te vamos a querer tanto” le había dicho su tía Teté, con tanto tacto como King Kong y ausente intuición de la psicología infantil.
Aquel nacimiento no sólo fue un escollo más: más bien un karma. Cada vez que algún pariente descubría una maravilla en la nueva niña y ella lo percibía (¡qué linda! ¡qué grande! ¡mirá qué inteligente!) Mora sentía como un fuego que la invadía y sólo ambicionaba desaparecer. Ya había desechado correr a los brazos de mamá, que había coleccionado una nueva variedad de frases ejemplificadoras como: “mirá tu hermana qué calladita, lo bien que se porta”.
Después empezaron a venir el resto de los embarazos que soportó su madre, algunos de los cuales tenían como correlato final un nuevo hermano, que agigantaban los pesares y hacían de ella la hija más imperceptible. Pasaba horas frente al espejo comparándose con aquellas que eran sus modelos: Julieta Magaña, Pinky o Delma Ricci.
La casa ya era para entonces una cámara de horrores: chiquilines llorando a toda hora, comidas y biberones, mucamas y niñeras perezosas y siempre discutiendo con su madre. Y en la casa se agregaban las discusiones paternas: su madre se había transformado en un monstruo celoso que acosaba a su padre con sospechas de todo tipo sobre sus empleadas. Así que el anuncio del comienzo de su Jardín de Infantes fue un enorme motivo de alegría: un medio nuevo pero lleno de chicas iguales a ella, de la misma edad, ninguna preferida por ninguna razón.
Así conoció a las monjas. Y se convenció de que el mundo estaba repleto de nenas. Todas posiblemente más feas, menos graciosas, menos inteligentes, más obesas, más estúpidas.
Cuando la empleada Coca la llevó aquel primer día en brazos, no la abandonó hasta que apareció a buscarla la Hermana Teresa. Ese día se dio cuenta que todos sus pesares estaban terminando allí. Aquella mujer, muy joven y muy hermosa la recibió con un beso y una frase que no olvidaría nunca: “esta es la niña más hermosa del mundo”.
Pero en realidad ella pensaba que Teresa era la mujer más hermosa del mundo. Se preguntaba qué sería en realidad una “Hermana” (grande, hermosa, buena, inteligente), que no era su hermana (chiquilina, fea, mala, estúpida). Pero lo fue entendiendo muy rápido: era quien estaba con ella gran parte del día y a quien hubiera elegido para que fuera en realidad su madre o su hermana.
Así fue pasando su niñez: percibiendo al mundo de la escuela como su verdadero y deseado habitat. Sufriendo cada vez que la llevaban de nuevo a casa para encontrarse con sus hermanos bochicheros, siempre enfermos, las empleadas cambiantes y peleando eternamente con su madre, su padre hostil a ella, sus hermanos, su madre... Una niñez apenas consolada por la televisión (la sonrisa de Cacho Fontana, los ojos negros de Virginia Luque, la maravilla de Dineylandia, la gomera del Capitán Piluso y Huckleberrey Hound) y los fines de semanas sin escuela ni Hermana Teresa pero con papá y su coche. Papá desde el sábado se transfiguraba. Subía a su coche grande y reluciente, y llevaba a pasear a todos por el Tigre, la playita de YCO, Luján o la casa de los abuelos en algún lugar del Gran Buenos Aires que, curiosamente, Mora borró para siempre de su memoria “sólo me ha quedado del abuelo el fuerte olor a su tabaco negro, agrio, persistente, pegado a su bigote cada vez que me besaba”.
Lamentablemente, aquellos viajes no siempre terminaban sin una discusión familiar. Una vez, muy casualmente se encontraron con una de las empleadas de su papá en medio del paseo, y su mamá lo atribuyó a que aquello había sido previsto, con lo cual no habló más a a su padre por un mes. Otra vez, que el auto se quedó sin nafta y papá debió caminar unas cuadras por Cabildo a buscar una estación de servicio para poder llenar un bidón; cuando regresó se encontró con que todos, comandados por mamá se habían vuelto a casa en taxi. El regreso final del papá había sido un verdadero infierno con gritos, insultos y una esposa llorando a los gritos.
Todo esto le confirmaba a Mora que, cuando el lunes llegaba al colegio era la verdadera paz la que volvía. Teresa se había transformado en su objeto amoroso, con un amor que era totalmente correspondido. Y aquello duró hasta segundo grado, cuando la Hermana Teresa fue cambiada sorpresivamente de destino.
En sexto grado comenzaron las grandes crisis. Mora quería seguir en aquel colegio de monjitas, pero su madre proponía otro. Su padre, más bien ateo, había opinado en contrario.
Todo terminó mejor cuando finalmente conservó el colegio. Y nunca dejó de olvidar que un día pudo encontrarse nuevamente con la Hermana Teresa, de visita por el colegio.
En el secundario se hizo amiga de Lely, a quien conocía de otro turno. Era una morocha de ojos penetrantes, muy delgada y erguida y de temperamento muy firme. Se hicieron confidentes y comenzaron a cambiar opiniones sobre los chicos que estaban a la salida. Ir a un colegio de monjas implicaba por aquellos tiempos estar encerradas todo el día entre mujeres: alumnas, monjas, profesoras. Al salir, se chocaban con muchos de los chicos del colegio de curas de la otra cuadra, todos de guardia en la entrada, ansiosos por “pescar” algo.
Pero no fue sino recién hasta promediar segundo año que ambas engancharon. En cuanto Lely le anunció que “estaba de novia”, Mora consideró que era el momento para aceptar las insistentes propuestas del Colo. Ser novios por entonces era verse un ratito, darse besitos, enviarse cartitas, mirar por la ventana de casa a ver cuándo él pasaba en bicicleta. Eran los sesenta y todavía se consideraban cuestiones como la virginidad. Mora había llegado a los quince años con suficientes frenos: los de mamá, los de los curas confesores y sobre todo los de las monjas, que no consideraban demasiado sancionables los abrazos y besos con ellas y entre las niñas, pero pensaban seriamente que detrás de cualquier tipo de expresión afectiva con los hombres habitaba el pecado más siniestro y destructivo. “El pecado mortal”, susurraban horrorizadas a sus alumnas.
Así que, pobre Colo, seguía destinado a la misma suerte que le había tocado a su abuelo, a su padre y a sus tíos: la masturbación como único recurso válido de la expresión de su sexualidad, o ver cómo conseguía la forma de hacerse habitué a algún prostíbulo prohibidísimo.
Pero, obviamente, esta no es la historia del Colo sino la de Mora, por entonces muy asustada porque su pretendiente lograba manosearla más de lo que su madre autorizaba.
Cuando se encontraban con Lely a solas las charlas eran enriquecidas con lo que había pasado con cada una de ellas entre aquellos muchachitos inexpertos que trataban de pasarla algo bien con ellas. Se divertían, se contaban, se comparaban.
En cuarto año, Mora pensó que se había enamorado de Lely. Inclusive habían ensayado besos de amor y les había gustado.
Ambas se habían horrorizado con las posibilidad de que aquello fuera más pecado del que pudieran soportar. Pero creían que lo disfrutaban bastante.
Tal vez el primer error de Mora fue darse cuenta de que le gustaba demasiado escribir, que era muy romántica, que la poesía le salía fácil y que hacer cientos de poesías de amor a Lely le resultaba muy sencillo. Sentía que aquello que a ella misma le daba cierto temor y que rechazaba, encontraba una manera de “legalizarse” en el papel. “Hoy te escribí una canción” le decía, y acompañaba los versos con música de Violeta Rivas. “Hoy hice una poesía y cuento lo felices que seremos cuando tengamos hijos”.
Claro que el error no era escribir, sino dejar tantas pruebas. “No me gusta nada tu amiga Lely”, dijo -nada menos- mamá. “Tiene una mirada desafiante”. Y no valió de nada todo lo que ensayara Mora para bajar los decibeles de las acusaciones de una madre que empezaba a utilizar la más acertada de sus intuiciones. Mora percibía a mamá oyendo sus conversaciones telefónicas, notaba sus cuadernos revisados, la imaginaba revisando sus armarios cuando ella no estaba.
Así que un día mamá le dijo que quería cambiarla de colegio. Aquello era demasiado: no pudo dormir en toda la noche. Se dio cuenta que si la separaban de Lely se moriría. Imaginaba muriéndose fatalmente de una cruel enfermedad originada en la total tristeza. Enfrentó a mamá y le dijo que si la cambiaba de colegio ella se suicidaba. Obviamente, su madre respondió al desafío con toda la violencia de la que fue capaz: golpes, cachetadas, encerrona en el baño, gritos.
Cuando la cosa se calmó, Mora había entendido lo lamentable de su situación como supuesta pecadora: mamá había leído un encendido poema de amor en el cual quedaba en evidencia que ambas habían perdido la virginidad “entre ellas mismas”. Su pecado estaba demostrado, y aquel era su pecado mortal. Mamá amenazaba ahora con contarle a la madre de Lely, y ponía en juego la separación definitiva de ambas chicas cambiando a Mora de colegio, y contándole también a papá.
Mora no sabía muy bien ahora por cuál de todas las razones quería suicidarse más: si por vergüenza, por pecadora mortal o por que todos habían descubierto que tenía sexo. El Colo, como un idiota, ignoraba todo lo que pasaba.
Aquella “semana siniestra” era la primera pero no la última en su vida. Las crisis signarían su vida como una constante astral. Se dio cuenta que, por primera vez, estaba totalmente en manos de la decisión materna. Amenazó con el suicidio todas las veces que pudo, y terminó negociando que su madre la llevara a una consulta psicológica. Así fue como comenzó un camino que ya no abandonaría jamás.
El comienzo de su tratamiento le hizo cambiar la cerrada óptica de las monjitas: se dio cuenta que en lugar de “haber atravesado el terrible portal del pecado mortal” había ingresado en su pubertad. Y que si bien Lely era una pasión atractiva, también le atraía mucho el Colo, a quien había aprendido a querer bastante.
Pero el Colo terminó quinto año y se fue para radicarse en Bahía Blanca, detrás de su padre militar. Y Lely conoció a Roberto, su novio virgen, del que se enamoró perdidamente.
Mora no pudo convencer nunca a mamá de dejar que Lely volviera a entrar en casa. “Esa” la llamaba mamá, y a lo sumo “esa negrita” o “esa negrita que es terrible”.
La finalización del secundario encontró a Mora sin Colo, sin monjitas, sin el colegio contenedor, pero -sobre todo- sin Lely, con la que solo hablaba por teléfono para que le contara todo lo que quería a Roberto.
Su panorama era pobre: mamá y la familia, la psicóloga y su obligación de contarle cosas. Pensó que debía ser monja. Era la manera más sensata de olvidar su pecado y entregarse definitiva y legalmente a Dios. Comenzó una etapa más mística, de la que la sacaría solamente Omar.
A Omar lo conoció pagando la boleta vencida del gas, en la cola de Gas del Estado. Comenzaron a charlar de lo pesado que era hacer la cola. A ella le daba risa ver a alguien de su generación vestido con la formalidad de un mayor, pero eso quedó un poco disimulado en cierta comunión de ideas: ambos bastante tímidos, psicoanalizados, parecían orientarse por querer estudiar psicología.
Así fue como empezaron a verse. A él parecía sorprenderle la visión tan ingenua de la realidad que tenía Mora, el apego a las cuestiones familiares, y la atadura materna que imponían los sentimientos encontrados de amor-odio. A ella le sorprendía lo contrario: las desataduras que parecía tener él, la visión del sexo como algo alejadísimo de la idea de pecado, transgresión o siquiera problema.
Así que accedió a su invitación y por primera vez hizo el amor en la cama con un hombre denudo, sintiendo de todas maneras que pecaba, pero con menos vehemencia que lo había sentido siempre.
Así que se encontraron en un bar con Lely y se lo contó para matarla de envidia. Aunque en el fondo le hubiera gustado explicarle que le hubiera gustado más hacerlo con ella. Que deberían intentarlo de nuevo. Casi estuvo tentada de decírselo.
Y empezaron a salir los cuatro. Lely se decidió y le contó todo a Roberto, como para exorcisar de una vez aquellas cosas que quería un poco enterrar en el pasado.
Todas aquellas cosas empezaban a estar en el pasado. Lely anunció su rápido matrimonio, y Mora no quiso quedarse atrás. Se casaron y ambas tuvieron hijas, felices porque las mandarían al mismo colegio que habían ido ellas.
Mora me cuenta que vivió muy contradictoriamente todo aquel primer periodo. En principio creyó estar “bastante” enamorada de Omar, un tipo no sencillo en la vida de relación pero muy esquemático en sus manifestaciones sexuales. Su primer año de casada fue bueno, cada tanto apenas discutían pero luego se arreglaban y todo bien.
Pero el nacimiento de Carolina fue muy impactante. Aquella niña le traía la imagen de Lely, le revivía a Teresa, a su mamá. Sobre todo a su mamá, a la cual empezó a ver más seguido por su casa. Sintió necesidad de rechazar a Omar. Ya no le satisfacía. Dejó de quererlo, más como opción que por fin del amor.
Aquí es donde aparece su nuevo psicólogo. Sería el vehículo para su separación, pero todavía no lo imaginaba. En su trabajo conoce a Emilia, su nueva jefa. Emilia era la amante secreta del dueño, aunque sufría la persecución del hijo, quien quería a toda costa que amaneciera en su cama. Emilia: joven, atractiva, y con un particular don social, lograba atraer por igual a hombres y mujeres.
Se hicieron íntimas, al salir de trabajar se iban a tomar el te y Mora se dio cuenta que estaba floreciendo algo que había abandonado por opción. Volver a casa para encontrarse con el aburrido de Omar y una Carolina tan necesitada de afecto la enloquecían. Tomaba conciencia de qué no era lo que quería. Se sintió presa en una realidad a la que quería abandonar ya mismo.
Cada vez necesitaba más a Emilia y menos a su familia. Así que optó por decírselo a Omar, a quien lo invitó a dejarla. Previamente, como ya sabía hacerlo, lo amenazó con suicidarse si no se iba. Aquel pobre desgraciado, obligado a separarse de su hija del alma, fue apartado de un plumazo, poco se supo después de él.
Emilia fue un buen soporte.
Por cuestiones difíciles de explicar pero en sí bastante casuales, conocí muy de cerca al analista de Roberto, y cuando percibimos la proximidad de los casos, comenzamos a complementar información.
Roberto llegó al consultorio de mi colega muy asustado por una cuestión que se escapaba de las manos permanentemente: su mujer, pasado el tiempo, había retomado las prácticas homosexuales que le gustaban tanto como las heterosexuales. Al principio se las había ocultado a su marido, pero de a poco le había ido develando el verdadero carácter del vínculo con sus amigas, todas muy especiales.
Lely había detectado desde siempre cierta forma de ser de Roberto, que la predisponía a poder compartir con él sus gustos tan especiales. Así que de a poco se lo fue sugiriendo y un día entró en tema. Su amiga Ethel, tan amiga, compartía con ella cada tanto un rato de mimos que a ambas le hacía muy bien.
Roberto se asustó en principio, no entendía cual debía ser su papel, su reacción, sus actitudes. Cuando no pudo más, apareció en mi consultorio.
Lely y Roberto se quieren mucho, nunca podrían separarse. Roberto no pensó nunca que aquellos hábitos de Lely fueran malos, los pudo integrar, no piensa que ella deje de amarlo porque tenga sus gustitos compartidos con amigas.
A algunas de las amigas las soporta más que a otras. Algunas actitudes se le mezclan. Su analista le dio a leer este informe y le encantó la idea, aportó todo lo que sabía sobre Mora y Omar.
Muy movilizado por La Mala Educación, la última película de Almodóvar, empezó a contarle a su analista su experiencia con los curas en su escuela secundaria.
Mora es muy feliz. Está planificando un viaje alrededor del mundo, pronto, ni bien se jubile.
Mora fue la primera hija de un matrimonio demasiado prolífico para el medio urbano (cinco hijos, dos perdidos, uno abortado), que como primer bebé tuvo todos los alientos familiares: primera nieta, primera sobrina, el juguete obligado de una familia pequeño burguesa aburrida y llena de prejuicios pueblerinos.
Mora me trajo todas las fotos de su niñez. Delgada, pálida, con la mirada siempre perdida, trasuntaba soledad. “Por entonces mi mamá se había transformado en una tortura. Simultáneamente me halagaba y me hacía sentir que era el ombligo del mundo, pero de pronto y no se por qué estaba gritando todo tipo de barbaridades asquerosas que antecedían o precedían golpes o encerradas en el baño como castigo a culpas que ni ella ni yo recordábamos”.
Es que ya había nacido su hermana, enorme piedra sobre su narcisismo. “Ahora cuando ella nazca ya no te vamos a querer tanto” le había dicho su tía Teté, con tanto tacto como King Kong y ausente intuición de la psicología infantil.
Aquel nacimiento no sólo fue un escollo más: más bien un karma. Cada vez que algún pariente descubría una maravilla en la nueva niña y ella lo percibía (¡qué linda! ¡qué grande! ¡mirá qué inteligente!) Mora sentía como un fuego que la invadía y sólo ambicionaba desaparecer. Ya había desechado correr a los brazos de mamá, que había coleccionado una nueva variedad de frases ejemplificadoras como: “mirá tu hermana qué calladita, lo bien que se porta”.
Después empezaron a venir el resto de los embarazos que soportó su madre, algunos de los cuales tenían como correlato final un nuevo hermano, que agigantaban los pesares y hacían de ella la hija más imperceptible. Pasaba horas frente al espejo comparándose con aquellas que eran sus modelos: Julieta Magaña, Pinky o Delma Ricci.
La casa ya era para entonces una cámara de horrores: chiquilines llorando a toda hora, comidas y biberones, mucamas y niñeras perezosas y siempre discutiendo con su madre. Y en la casa se agregaban las discusiones paternas: su madre se había transformado en un monstruo celoso que acosaba a su padre con sospechas de todo tipo sobre sus empleadas. Así que el anuncio del comienzo de su Jardín de Infantes fue un enorme motivo de alegría: un medio nuevo pero lleno de chicas iguales a ella, de la misma edad, ninguna preferida por ninguna razón.
Así conoció a las monjas. Y se convenció de que el mundo estaba repleto de nenas. Todas posiblemente más feas, menos graciosas, menos inteligentes, más obesas, más estúpidas.
Cuando la empleada Coca la llevó aquel primer día en brazos, no la abandonó hasta que apareció a buscarla la Hermana Teresa. Ese día se dio cuenta que todos sus pesares estaban terminando allí. Aquella mujer, muy joven y muy hermosa la recibió con un beso y una frase que no olvidaría nunca: “esta es la niña más hermosa del mundo”.
Pero en realidad ella pensaba que Teresa era la mujer más hermosa del mundo. Se preguntaba qué sería en realidad una “Hermana” (grande, hermosa, buena, inteligente), que no era su hermana (chiquilina, fea, mala, estúpida). Pero lo fue entendiendo muy rápido: era quien estaba con ella gran parte del día y a quien hubiera elegido para que fuera en realidad su madre o su hermana.
Así fue pasando su niñez: percibiendo al mundo de la escuela como su verdadero y deseado habitat. Sufriendo cada vez que la llevaban de nuevo a casa para encontrarse con sus hermanos bochicheros, siempre enfermos, las empleadas cambiantes y peleando eternamente con su madre, su padre hostil a ella, sus hermanos, su madre... Una niñez apenas consolada por la televisión (la sonrisa de Cacho Fontana, los ojos negros de Virginia Luque, la maravilla de Dineylandia, la gomera del Capitán Piluso y Huckleberrey Hound) y los fines de semanas sin escuela ni Hermana Teresa pero con papá y su coche. Papá desde el sábado se transfiguraba. Subía a su coche grande y reluciente, y llevaba a pasear a todos por el Tigre, la playita de YCO, Luján o la casa de los abuelos en algún lugar del Gran Buenos Aires que, curiosamente, Mora borró para siempre de su memoria “sólo me ha quedado del abuelo el fuerte olor a su tabaco negro, agrio, persistente, pegado a su bigote cada vez que me besaba”.
Lamentablemente, aquellos viajes no siempre terminaban sin una discusión familiar. Una vez, muy casualmente se encontraron con una de las empleadas de su papá en medio del paseo, y su mamá lo atribuyó a que aquello había sido previsto, con lo cual no habló más a a su padre por un mes. Otra vez, que el auto se quedó sin nafta y papá debió caminar unas cuadras por Cabildo a buscar una estación de servicio para poder llenar un bidón; cuando regresó se encontró con que todos, comandados por mamá se habían vuelto a casa en taxi. El regreso final del papá había sido un verdadero infierno con gritos, insultos y una esposa llorando a los gritos.
Todo esto le confirmaba a Mora que, cuando el lunes llegaba al colegio era la verdadera paz la que volvía. Teresa se había transformado en su objeto amoroso, con un amor que era totalmente correspondido. Y aquello duró hasta segundo grado, cuando la Hermana Teresa fue cambiada sorpresivamente de destino.
En sexto grado comenzaron las grandes crisis. Mora quería seguir en aquel colegio de monjitas, pero su madre proponía otro. Su padre, más bien ateo, había opinado en contrario.
Todo terminó mejor cuando finalmente conservó el colegio. Y nunca dejó de olvidar que un día pudo encontrarse nuevamente con la Hermana Teresa, de visita por el colegio.
En el secundario se hizo amiga de Lely, a quien conocía de otro turno. Era una morocha de ojos penetrantes, muy delgada y erguida y de temperamento muy firme. Se hicieron confidentes y comenzaron a cambiar opiniones sobre los chicos que estaban a la salida. Ir a un colegio de monjas implicaba por aquellos tiempos estar encerradas todo el día entre mujeres: alumnas, monjas, profesoras. Al salir, se chocaban con muchos de los chicos del colegio de curas de la otra cuadra, todos de guardia en la entrada, ansiosos por “pescar” algo.
Pero no fue sino recién hasta promediar segundo año que ambas engancharon. En cuanto Lely le anunció que “estaba de novia”, Mora consideró que era el momento para aceptar las insistentes propuestas del Colo. Ser novios por entonces era verse un ratito, darse besitos, enviarse cartitas, mirar por la ventana de casa a ver cuándo él pasaba en bicicleta. Eran los sesenta y todavía se consideraban cuestiones como la virginidad. Mora había llegado a los quince años con suficientes frenos: los de mamá, los de los curas confesores y sobre todo los de las monjas, que no consideraban demasiado sancionables los abrazos y besos con ellas y entre las niñas, pero pensaban seriamente que detrás de cualquier tipo de expresión afectiva con los hombres habitaba el pecado más siniestro y destructivo. “El pecado mortal”, susurraban horrorizadas a sus alumnas.
Así que, pobre Colo, seguía destinado a la misma suerte que le había tocado a su abuelo, a su padre y a sus tíos: la masturbación como único recurso válido de la expresión de su sexualidad, o ver cómo conseguía la forma de hacerse habitué a algún prostíbulo prohibidísimo.
Pero, obviamente, esta no es la historia del Colo sino la de Mora, por entonces muy asustada porque su pretendiente lograba manosearla más de lo que su madre autorizaba.
Cuando se encontraban con Lely a solas las charlas eran enriquecidas con lo que había pasado con cada una de ellas entre aquellos muchachitos inexpertos que trataban de pasarla algo bien con ellas. Se divertían, se contaban, se comparaban.
En cuarto año, Mora pensó que se había enamorado de Lely. Inclusive habían ensayado besos de amor y les había gustado.
Ambas se habían horrorizado con las posibilidad de que aquello fuera más pecado del que pudieran soportar. Pero creían que lo disfrutaban bastante.
Tal vez el primer error de Mora fue darse cuenta de que le gustaba demasiado escribir, que era muy romántica, que la poesía le salía fácil y que hacer cientos de poesías de amor a Lely le resultaba muy sencillo. Sentía que aquello que a ella misma le daba cierto temor y que rechazaba, encontraba una manera de “legalizarse” en el papel. “Hoy te escribí una canción” le decía, y acompañaba los versos con música de Violeta Rivas. “Hoy hice una poesía y cuento lo felices que seremos cuando tengamos hijos”.
Claro que el error no era escribir, sino dejar tantas pruebas. “No me gusta nada tu amiga Lely”, dijo -nada menos- mamá. “Tiene una mirada desafiante”. Y no valió de nada todo lo que ensayara Mora para bajar los decibeles de las acusaciones de una madre que empezaba a utilizar la más acertada de sus intuiciones. Mora percibía a mamá oyendo sus conversaciones telefónicas, notaba sus cuadernos revisados, la imaginaba revisando sus armarios cuando ella no estaba.
Así que un día mamá le dijo que quería cambiarla de colegio. Aquello era demasiado: no pudo dormir en toda la noche. Se dio cuenta que si la separaban de Lely se moriría. Imaginaba muriéndose fatalmente de una cruel enfermedad originada en la total tristeza. Enfrentó a mamá y le dijo que si la cambiaba de colegio ella se suicidaba. Obviamente, su madre respondió al desafío con toda la violencia de la que fue capaz: golpes, cachetadas, encerrona en el baño, gritos.
Cuando la cosa se calmó, Mora había entendido lo lamentable de su situación como supuesta pecadora: mamá había leído un encendido poema de amor en el cual quedaba en evidencia que ambas habían perdido la virginidad “entre ellas mismas”. Su pecado estaba demostrado, y aquel era su pecado mortal. Mamá amenazaba ahora con contarle a la madre de Lely, y ponía en juego la separación definitiva de ambas chicas cambiando a Mora de colegio, y contándole también a papá.
Mora no sabía muy bien ahora por cuál de todas las razones quería suicidarse más: si por vergüenza, por pecadora mortal o por que todos habían descubierto que tenía sexo. El Colo, como un idiota, ignoraba todo lo que pasaba.
Aquella “semana siniestra” era la primera pero no la última en su vida. Las crisis signarían su vida como una constante astral. Se dio cuenta que, por primera vez, estaba totalmente en manos de la decisión materna. Amenazó con el suicidio todas las veces que pudo, y terminó negociando que su madre la llevara a una consulta psicológica. Así fue como comenzó un camino que ya no abandonaría jamás.
El comienzo de su tratamiento le hizo cambiar la cerrada óptica de las monjitas: se dio cuenta que en lugar de “haber atravesado el terrible portal del pecado mortal” había ingresado en su pubertad. Y que si bien Lely era una pasión atractiva, también le atraía mucho el Colo, a quien había aprendido a querer bastante.
Pero el Colo terminó quinto año y se fue para radicarse en Bahía Blanca, detrás de su padre militar. Y Lely conoció a Roberto, su novio virgen, del que se enamoró perdidamente.
Mora no pudo convencer nunca a mamá de dejar que Lely volviera a entrar en casa. “Esa” la llamaba mamá, y a lo sumo “esa negrita” o “esa negrita que es terrible”.
La finalización del secundario encontró a Mora sin Colo, sin monjitas, sin el colegio contenedor, pero -sobre todo- sin Lely, con la que solo hablaba por teléfono para que le contara todo lo que quería a Roberto.
Su panorama era pobre: mamá y la familia, la psicóloga y su obligación de contarle cosas. Pensó que debía ser monja. Era la manera más sensata de olvidar su pecado y entregarse definitiva y legalmente a Dios. Comenzó una etapa más mística, de la que la sacaría solamente Omar.
A Omar lo conoció pagando la boleta vencida del gas, en la cola de Gas del Estado. Comenzaron a charlar de lo pesado que era hacer la cola. A ella le daba risa ver a alguien de su generación vestido con la formalidad de un mayor, pero eso quedó un poco disimulado en cierta comunión de ideas: ambos bastante tímidos, psicoanalizados, parecían orientarse por querer estudiar psicología.
Así fue como empezaron a verse. A él parecía sorprenderle la visión tan ingenua de la realidad que tenía Mora, el apego a las cuestiones familiares, y la atadura materna que imponían los sentimientos encontrados de amor-odio. A ella le sorprendía lo contrario: las desataduras que parecía tener él, la visión del sexo como algo alejadísimo de la idea de pecado, transgresión o siquiera problema.
Así que accedió a su invitación y por primera vez hizo el amor en la cama con un hombre denudo, sintiendo de todas maneras que pecaba, pero con menos vehemencia que lo había sentido siempre.
Así que se encontraron en un bar con Lely y se lo contó para matarla de envidia. Aunque en el fondo le hubiera gustado explicarle que le hubiera gustado más hacerlo con ella. Que deberían intentarlo de nuevo. Casi estuvo tentada de decírselo.
Y empezaron a salir los cuatro. Lely se decidió y le contó todo a Roberto, como para exorcisar de una vez aquellas cosas que quería un poco enterrar en el pasado.
Todas aquellas cosas empezaban a estar en el pasado. Lely anunció su rápido matrimonio, y Mora no quiso quedarse atrás. Se casaron y ambas tuvieron hijas, felices porque las mandarían al mismo colegio que habían ido ellas.
Mora me cuenta que vivió muy contradictoriamente todo aquel primer periodo. En principio creyó estar “bastante” enamorada de Omar, un tipo no sencillo en la vida de relación pero muy esquemático en sus manifestaciones sexuales. Su primer año de casada fue bueno, cada tanto apenas discutían pero luego se arreglaban y todo bien.
Pero el nacimiento de Carolina fue muy impactante. Aquella niña le traía la imagen de Lely, le revivía a Teresa, a su mamá. Sobre todo a su mamá, a la cual empezó a ver más seguido por su casa. Sintió necesidad de rechazar a Omar. Ya no le satisfacía. Dejó de quererlo, más como opción que por fin del amor.
Aquí es donde aparece su nuevo psicólogo. Sería el vehículo para su separación, pero todavía no lo imaginaba. En su trabajo conoce a Emilia, su nueva jefa. Emilia era la amante secreta del dueño, aunque sufría la persecución del hijo, quien quería a toda costa que amaneciera en su cama. Emilia: joven, atractiva, y con un particular don social, lograba atraer por igual a hombres y mujeres.
Se hicieron íntimas, al salir de trabajar se iban a tomar el te y Mora se dio cuenta que estaba floreciendo algo que había abandonado por opción. Volver a casa para encontrarse con el aburrido de Omar y una Carolina tan necesitada de afecto la enloquecían. Tomaba conciencia de qué no era lo que quería. Se sintió presa en una realidad a la que quería abandonar ya mismo.
Cada vez necesitaba más a Emilia y menos a su familia. Así que optó por decírselo a Omar, a quien lo invitó a dejarla. Previamente, como ya sabía hacerlo, lo amenazó con suicidarse si no se iba. Aquel pobre desgraciado, obligado a separarse de su hija del alma, fue apartado de un plumazo, poco se supo después de él.
Emilia fue un buen soporte.
Por cuestiones difíciles de explicar pero en sí bastante casuales, conocí muy de cerca al analista de Roberto, y cuando percibimos la proximidad de los casos, comenzamos a complementar información.
Roberto llegó al consultorio de mi colega muy asustado por una cuestión que se escapaba de las manos permanentemente: su mujer, pasado el tiempo, había retomado las prácticas homosexuales que le gustaban tanto como las heterosexuales. Al principio se las había ocultado a su marido, pero de a poco le había ido develando el verdadero carácter del vínculo con sus amigas, todas muy especiales.
Lely había detectado desde siempre cierta forma de ser de Roberto, que la predisponía a poder compartir con él sus gustos tan especiales. Así que de a poco se lo fue sugiriendo y un día entró en tema. Su amiga Ethel, tan amiga, compartía con ella cada tanto un rato de mimos que a ambas le hacía muy bien.
Roberto se asustó en principio, no entendía cual debía ser su papel, su reacción, sus actitudes. Cuando no pudo más, apareció en mi consultorio.
Lely y Roberto se quieren mucho, nunca podrían separarse. Roberto no pensó nunca que aquellos hábitos de Lely fueran malos, los pudo integrar, no piensa que ella deje de amarlo porque tenga sus gustitos compartidos con amigas.
A algunas de las amigas las soporta más que a otras. Algunas actitudes se le mezclan. Su analista le dio a leer este informe y le encantó la idea, aportó todo lo que sabía sobre Mora y Omar.
Muy movilizado por La Mala Educación, la última película de Almodóvar, empezó a contarle a su analista su experiencia con los curas en su escuela secundaria.
Mora es muy feliz. Está planificando un viaje alrededor del mundo, pronto, ni bien se jubile.
Friday, April 22, 2005
EL DÍA QUE ME DECIDÍ
PORQUE NO SABÍA QUÉ QUERÍA
Si algo fui en mi vida fui indeciso: ¿juego o no juego? ¿quiero o no quiero? ¿me gusta o no me gusta? Digamos que fue mi tortura durante la niñez, la infancia y la adolescencia. Saber qué quería no fue fácil: qué me correspondería menos, y luego saber si lo que había decidido estaba bien o mal... peor.
Así, entre una y otra cosa pasé toda mi vida. Las tías siempre opinaban que aquella cuestión venía por mi signo astral.
- ¿Pero qué quieren con este geminiano? ¡Nunca va a poder saber qué es lo que quiere!
Cuando cumplí doce años, mi tío Gastón, el peluquero, me propuso regalarme una bicicleta nueva, ya "de grande" y con "vía libre para opcionales", así que aquel sábado salimos desde temprano a recorrer el centro para ver cuál me gustaba. Después de cuatro horas de recorrido infructuoso, sin bicicleta y ya sin diálogo posible, Gastón me miró fijo y me dijo:
- Fernando: no puede ser que no te guste ninguna de las bicis que vimos.
- No es que no me hayan gustado... verás: es que estoy indeciso porque me gustaron varias.
Así fue como perdí mi primera bicicleta de grande. Mi tío se aburrió, mi cumpleaños pasó, el me mandó unos pesos por su madre y allí terminó todo.
Como terminó todo en mi vida: sin decisión posible, o con una decisión equivocada, como esto de estudiar psicología.
¿Y cómo fue que empezó?
Mis viejos fueron docentes toda su vida, lo que los habilitó para creer que, desde la dichosa docencia todo es posible: ser mejores, más educados, más inteligentes. Como ven, se reitera el "más", que trasladado a todo hace todo "más" posible: y bien... A los 17 años, observando que me hacía más indeciso de lo habitual... me enviaron a otra docente, psicóloga y especializada en orientación vocacional.
En la clase media argentina subsisten enorme cantidad de prejuicios. Los chicos, antes de dar exámenes colocan una estampita adentro del libro de estudios, para contrarrestar el terror que les da su propia ansiedad, la gente tiene miedo de pasar por una escalera abierta y no por temor a que caiga una lata de pintura en la cabeza sino porque parece que pueden cortar el destino, algo tan grave como que se te cruce en el camino un gato negro.
Pero los prejuicios de los intelectuales son más incoherentes aún, y pueden ser reducidos a uno: creen en la ilustración. Creen que resuelven todo sabiendo más, estudiando, discutiendo, asistiendo a cursos, mesas redondas, seminarios y conferencias, visitando exposiciones y museos, comprando tickets para ir a conciertos (sí, ¿nunca reparó en qué segura se siente la gente con los boletos en la mano?).
Un día pesqué a los viejos charlando sobre mí, así que me hice chiquitito y, con mi grabador, registré toda la charla. Mamá se mostraba muy preocupada porque si bien yo no había traído nunca problema con mis notas (siempre pensé que lo que me enseñaban en el cole eran obviedades boludas), me gustaba demasiado dormir, los jueguitos electrónicos y quedarme en casa demasiado tiempo (por aquellos tiempos todavía se consideraba la masturbación como algo nocivo). Papá en cambio me quería más deportista, más "hombre", fantaseaba con un hijo seductor, avasallador, un winner (¡qué padres clásicos, my god!).
Ahí estamos. La imagen que había reservado para mí la vieja era inalterable. Me imaginaba los próximos ocho años "adentro": cinco de facul, dos de un master, uno de tesis. ¿El título? ¡Bien podría ser bioquímico, doctor en letras o físico nuclear! Pero como todo padre progre siempre agregaba: "respetaremos lo que él decida" (yo por dentro sostenía que mi decisión era "dormir").
Papá me imaginaba delgado y atlético, pero algo así como rector de la UBA o por lo menos secretario académico, tal vez ministro de educación. Eso sí: claramente heterosexual, alejado de las drogas y el alcohol y con lindo hijos.
¿No era un primor lo que me esperaba, según el pronóstico de mis viejos? Si el EFECTO PYGMALYON existe (recordar que ellos son docentes), hete aquí el ejemplo de tanta profecía autocumplida.
- Creo que quiero ser psicólogo.
Dije lo primero que se me ocurrió. Aquella mujer regordeta y aburrida que me había estado dando vueltas alrededor con sus test torturantes, había concluido que era evidente mi inclinación por las ciencias humanas, desde la política hasta el periodismo, desde la educación hasta la filosofía. Opté por un término medio y dije: psicología. La regordeta mostró una sonrisa cómplice, aunque con tendencia a reprimirla, no vaya a ser cosa que crean que influyó demasiado en mi elección.
¡Finalmente me había decidido! Así que rápidamente, los viejos se pusieron a hacer un presupuesto y un menú de opciones, que a su pesar, incluía universidades privadas de confesión cristiana, algo que los ponía fuera de sí.
Yo estaba por cumplir 18 y mi look externo no me mostraba mucho como alumno de una universidad de tipo cristiano: ropa negra con tachas, y la frente como única piel a la vista en la cara, ya que los jirones en los jeans dejaban ver piel también en los muslos, las rodillas, los brazos y el estómago.
Elegí la UBA. Y así comenzó mi decisión.
Y lo que soy psicoanalista, no voy a hablar más de mí. ¡Ya les conté bastante! Dada mi profesión, no está muy bien que yo hable: hablan ustedes. La relación psicoanalítica es asincrónica, irregular, distante y hasta caprichosa. Hablá vos, que yo lo voy a hacer cuando lo crea oportuno.
Ah: y arbitraria...
Cuando terminé todos los bollos alrededor del estudio, tenía muy claro a qué me iba a dedicar: ya me había enrolado en una agrupación de izquierda con integración hospitalaria, y estaba ferozmente convencido de que mi target iban a ser los psicóticos, desde un enfoque político de salud pública.
Así pasé mis primeros diez años. Mejor dicho: así pasaron, y se llevaron muchas de esas cosas que ya no son mías: mis ideas, mi postura dentro de la realidad, algunos de mis gustos, mi pareja y el sentido de mi profesión.
Cuando me di cuenta que había perdido mi interés por resolver la locura, la crisis me llevó a cerrar el ciclo, a barajar y dar de nuevo. Laurita, una vieja compañera de la facultad me prestó su quinta y me recomendó que volviéramos a charlar para cuál de mis crisis quería resolver primero. Mi analista piensa que ella suponía que yo quería resolver mi crisis de pareja.
Y así es como comencé a incursionar, definitivamente, en el psicoanálisis.
Con la perspectiva de atender gente común.
Con el tiempo vería que lo de común fue sólo un sueño.
LLEGA VANESSA
Mi primera paciente se llamó Vanessa, fue derivada por mi colega Laura. Me dictó por teléfono: es un caso flojito: ideal para tu comienzo.
A ver si entienden: no era mi primer caso, era el primer caso PAGO.
Vanessa tenía una edad imprecisa: era claro que había dejado la niñez pero no si había entrado en la madurez. Más de quince pero no más de cuarenta. ¡Era imposible sospechar cuál serían sus desvelos (los conoceríamos en instantes)!
- ¿Cómo le va? -me dijo, se sentó en la silla que tenía yo por allí, no sonrió demasiado, estaba como ausente.
- Estoy aquí porque no puedo hacer una pareja estable, no se cómo debo seducir a los hombres, empiezo a salir y todo se me arruina, y además no tengo la menor idea de qué cosa es un orgasmo.
Todo eso junto, no me dejaba hacer mi propio procesamiento: ¿por dónde empezar? ¿Por su falta de orgasmo, su mala relación con los hombres, su timidez, o por lo que yo sospechaba, y es que tenía una relación oculta, de esas que son innombrables?
- Pero usted sí sabe qué cosa es un orgasmo -ataqué, ensimismado de intuición.
- Sí, claro, alguna vez...
- No me refiero a "alguna vez" sino a "todas aquellas veces" (mamitaaa: era ir muy lejos, creo que la terapia no debería encarar temas tan intuitivos...)
Vanessa me miró fijo, le sostuve la vista lo más fuertemente que pude. Se mató de risa y me propuso:
- A usted le gustaría conocer un algo de "aquellas veces"...
- A mí me parece que fueron muchas, y que tarde o temprano me las va a tener que contar.
Vanessa se puso a llorar, pero sin convicción, como señalando "ahora en esta parte, las señoras deben llorar".
- Y me da la impresión de que a usted le parece "anormal" aquella relación suya, a pesar de que fuera tan satisfactoria.
- Usted parece muy bueno ¿sabe? ¿Cómo se dio cuenta de mi relación con mis hermanos?
- Usted me lo fue diciendo desde el primer momento, y me lo sigue contando, a ver...
Dije esto con una falsa seguridad. Había aterrizado de culo, me había mandado una improvisación que, sin querer, me llevó al nudo de la cuestión. Vanessa se había tranquilizado porque parece que hacía muchos años se había juramentado con sus hermanos mellizos y ante sí que, nunca nadie se iría a enterar de esto.
Vanessa era hija de un vendedor de electrodomésticos del interior, que había heredado un negocio familiar y se había dedicado a seguir la tradición de la familia. El boom de los electrodomésticos, en los sesenta, les había dado un muy buen pasar: Vanessa nació en el 71 y sus dos hermanos mellizos, varones, en el 72. Se criaron con mucho cuidado y dedicación de una familia que los trató siempre con predilección, dándoles todos los mimos y educación más allá de lo imprescindible.
Un día descubrió a sus hermanos mellizos realizando prácticas sexuales entre ellos. Les propusieron acompañarlos, y ella incorporó el hábito como un nuevo juego: tenía doce años. A partir de entonces aguardaban quedarse solos en su casa para ir incorporando nuevos y más elaborados juegos, que se les iban ocurriendo durante la semana.
Por supuesto, también, fueron perfeccionando las formas de ocultarlos, lo que les salía muy bien, y los complacía más.
Pero un día el secundario terminó y los mellizos fueron enviados a La Plata, para iniciar sus carreras universitarias (Ingeniería y Licenciatura en Administración, lo que eran gemelos la hicieron en la mitad del lapso porque los profesores nunca se enteraron de que eran mellizos). Vanessa debió conformarse con la visita que les hacía cada tanto a sus pensiones. Pero aprendió a divertirse en fiestas más extendidas, en que los mellizos mezclaban gente nueva de varios sexos, que iban conociendo.
Y así, la relación se fue perdiendo, los hermanos casando, el vínculo sexual no sosteniendo mucho más.
Y Vane, como tantas solteronas de la historia, un día se fue dando cuenta que la opción que le quedaba era muy sosa: conocer a un (otro) hombre (uno solo) del que además debía enamorarse, aguantar humores y olores.
La tristeza la invadió, los años avanzaron, perdió su poco humor, todo se esfumó.
Cuando terminó de contarme la historia, me dijo que ella no había venido con la intención de contármela, que su idea era resolver los resultados de la "cuestión" sin tener que develarla, pero que ahora estaba mejor.
Y se quedó dormida.
La dejé dormir los diez minutos que faltaban hasta que sólo quedaran cinco más para que llegara mi próximo paciente.
Aproveché para tomar notas de todo. No era un caso uauu pero, no dejaba de ser interesante. Lleva a que cualquier lector se pregunte si Vanessa va a poder cortar con esta fuente rica de placer que han sido sus dos hermanos, programados para satisfacerla desde tan jóvenes en una relación casi "espejada", irreal, estereofónica: dos hombres, dos falos, dos intenciones, 360° de pasión, las versiones masculinas casi de ella misma. ¿Cómo saltar a los 35, de pronto, a una relación convencional, intimista, personal, con un hombre vulgar, distinto a ella y con un vínculo común y silvestre?
Ese caso, y los otros dos de ese mismo día no me dejarían dormir aquella noche de los primeros días de otoño, en los que empezaba a encontrarme con esta profesión tan interesante, intensa y comprometida con la realidad humana.
La seguiremos luego.
Si algo fui en mi vida fui indeciso: ¿juego o no juego? ¿quiero o no quiero? ¿me gusta o no me gusta? Digamos que fue mi tortura durante la niñez, la infancia y la adolescencia. Saber qué quería no fue fácil: qué me correspondería menos, y luego saber si lo que había decidido estaba bien o mal... peor.
Así, entre una y otra cosa pasé toda mi vida. Las tías siempre opinaban que aquella cuestión venía por mi signo astral.
- ¿Pero qué quieren con este geminiano? ¡Nunca va a poder saber qué es lo que quiere!
Cuando cumplí doce años, mi tío Gastón, el peluquero, me propuso regalarme una bicicleta nueva, ya "de grande" y con "vía libre para opcionales", así que aquel sábado salimos desde temprano a recorrer el centro para ver cuál me gustaba. Después de cuatro horas de recorrido infructuoso, sin bicicleta y ya sin diálogo posible, Gastón me miró fijo y me dijo:
- Fernando: no puede ser que no te guste ninguna de las bicis que vimos.
- No es que no me hayan gustado... verás: es que estoy indeciso porque me gustaron varias.
Así fue como perdí mi primera bicicleta de grande. Mi tío se aburrió, mi cumpleaños pasó, el me mandó unos pesos por su madre y allí terminó todo.
Como terminó todo en mi vida: sin decisión posible, o con una decisión equivocada, como esto de estudiar psicología.
¿Y cómo fue que empezó?
Mis viejos fueron docentes toda su vida, lo que los habilitó para creer que, desde la dichosa docencia todo es posible: ser mejores, más educados, más inteligentes. Como ven, se reitera el "más", que trasladado a todo hace todo "más" posible: y bien... A los 17 años, observando que me hacía más indeciso de lo habitual... me enviaron a otra docente, psicóloga y especializada en orientación vocacional.
En la clase media argentina subsisten enorme cantidad de prejuicios. Los chicos, antes de dar exámenes colocan una estampita adentro del libro de estudios, para contrarrestar el terror que les da su propia ansiedad, la gente tiene miedo de pasar por una escalera abierta y no por temor a que caiga una lata de pintura en la cabeza sino porque parece que pueden cortar el destino, algo tan grave como que se te cruce en el camino un gato negro.
Pero los prejuicios de los intelectuales son más incoherentes aún, y pueden ser reducidos a uno: creen en la ilustración. Creen que resuelven todo sabiendo más, estudiando, discutiendo, asistiendo a cursos, mesas redondas, seminarios y conferencias, visitando exposiciones y museos, comprando tickets para ir a conciertos (sí, ¿nunca reparó en qué segura se siente la gente con los boletos en la mano?).
Un día pesqué a los viejos charlando sobre mí, así que me hice chiquitito y, con mi grabador, registré toda la charla. Mamá se mostraba muy preocupada porque si bien yo no había traído nunca problema con mis notas (siempre pensé que lo que me enseñaban en el cole eran obviedades boludas), me gustaba demasiado dormir, los jueguitos electrónicos y quedarme en casa demasiado tiempo (por aquellos tiempos todavía se consideraba la masturbación como algo nocivo). Papá en cambio me quería más deportista, más "hombre", fantaseaba con un hijo seductor, avasallador, un winner (¡qué padres clásicos, my god!).
Ahí estamos. La imagen que había reservado para mí la vieja era inalterable. Me imaginaba los próximos ocho años "adentro": cinco de facul, dos de un master, uno de tesis. ¿El título? ¡Bien podría ser bioquímico, doctor en letras o físico nuclear! Pero como todo padre progre siempre agregaba: "respetaremos lo que él decida" (yo por dentro sostenía que mi decisión era "dormir").
Papá me imaginaba delgado y atlético, pero algo así como rector de la UBA o por lo menos secretario académico, tal vez ministro de educación. Eso sí: claramente heterosexual, alejado de las drogas y el alcohol y con lindo hijos.
¿No era un primor lo que me esperaba, según el pronóstico de mis viejos? Si el EFECTO PYGMALYON existe (recordar que ellos son docentes), hete aquí el ejemplo de tanta profecía autocumplida.
- Creo que quiero ser psicólogo.
Dije lo primero que se me ocurrió. Aquella mujer regordeta y aburrida que me había estado dando vueltas alrededor con sus test torturantes, había concluido que era evidente mi inclinación por las ciencias humanas, desde la política hasta el periodismo, desde la educación hasta la filosofía. Opté por un término medio y dije: psicología. La regordeta mostró una sonrisa cómplice, aunque con tendencia a reprimirla, no vaya a ser cosa que crean que influyó demasiado en mi elección.
¡Finalmente me había decidido! Así que rápidamente, los viejos se pusieron a hacer un presupuesto y un menú de opciones, que a su pesar, incluía universidades privadas de confesión cristiana, algo que los ponía fuera de sí.
Yo estaba por cumplir 18 y mi look externo no me mostraba mucho como alumno de una universidad de tipo cristiano: ropa negra con tachas, y la frente como única piel a la vista en la cara, ya que los jirones en los jeans dejaban ver piel también en los muslos, las rodillas, los brazos y el estómago.
Elegí la UBA. Y así comenzó mi decisión.
Y lo que soy psicoanalista, no voy a hablar más de mí. ¡Ya les conté bastante! Dada mi profesión, no está muy bien que yo hable: hablan ustedes. La relación psicoanalítica es asincrónica, irregular, distante y hasta caprichosa. Hablá vos, que yo lo voy a hacer cuando lo crea oportuno.
Ah: y arbitraria...
Cuando terminé todos los bollos alrededor del estudio, tenía muy claro a qué me iba a dedicar: ya me había enrolado en una agrupación de izquierda con integración hospitalaria, y estaba ferozmente convencido de que mi target iban a ser los psicóticos, desde un enfoque político de salud pública.
Así pasé mis primeros diez años. Mejor dicho: así pasaron, y se llevaron muchas de esas cosas que ya no son mías: mis ideas, mi postura dentro de la realidad, algunos de mis gustos, mi pareja y el sentido de mi profesión.
Cuando me di cuenta que había perdido mi interés por resolver la locura, la crisis me llevó a cerrar el ciclo, a barajar y dar de nuevo. Laurita, una vieja compañera de la facultad me prestó su quinta y me recomendó que volviéramos a charlar para cuál de mis crisis quería resolver primero. Mi analista piensa que ella suponía que yo quería resolver mi crisis de pareja.
Y así es como comencé a incursionar, definitivamente, en el psicoanálisis.
Con la perspectiva de atender gente común.
Con el tiempo vería que lo de común fue sólo un sueño.
LLEGA VANESSA
Mi primera paciente se llamó Vanessa, fue derivada por mi colega Laura. Me dictó por teléfono: es un caso flojito: ideal para tu comienzo.
A ver si entienden: no era mi primer caso, era el primer caso PAGO.
Vanessa tenía una edad imprecisa: era claro que había dejado la niñez pero no si había entrado en la madurez. Más de quince pero no más de cuarenta. ¡Era imposible sospechar cuál serían sus desvelos (los conoceríamos en instantes)!
- ¿Cómo le va? -me dijo, se sentó en la silla que tenía yo por allí, no sonrió demasiado, estaba como ausente.
- Estoy aquí porque no puedo hacer una pareja estable, no se cómo debo seducir a los hombres, empiezo a salir y todo se me arruina, y además no tengo la menor idea de qué cosa es un orgasmo.
Todo eso junto, no me dejaba hacer mi propio procesamiento: ¿por dónde empezar? ¿Por su falta de orgasmo, su mala relación con los hombres, su timidez, o por lo que yo sospechaba, y es que tenía una relación oculta, de esas que son innombrables?
- Pero usted sí sabe qué cosa es un orgasmo -ataqué, ensimismado de intuición.
- Sí, claro, alguna vez...
- No me refiero a "alguna vez" sino a "todas aquellas veces" (mamitaaa: era ir muy lejos, creo que la terapia no debería encarar temas tan intuitivos...)
Vanessa me miró fijo, le sostuve la vista lo más fuertemente que pude. Se mató de risa y me propuso:
- A usted le gustaría conocer un algo de "aquellas veces"...
- A mí me parece que fueron muchas, y que tarde o temprano me las va a tener que contar.
Vanessa se puso a llorar, pero sin convicción, como señalando "ahora en esta parte, las señoras deben llorar".
- Y me da la impresión de que a usted le parece "anormal" aquella relación suya, a pesar de que fuera tan satisfactoria.
- Usted parece muy bueno ¿sabe? ¿Cómo se dio cuenta de mi relación con mis hermanos?
- Usted me lo fue diciendo desde el primer momento, y me lo sigue contando, a ver...
Dije esto con una falsa seguridad. Había aterrizado de culo, me había mandado una improvisación que, sin querer, me llevó al nudo de la cuestión. Vanessa se había tranquilizado porque parece que hacía muchos años se había juramentado con sus hermanos mellizos y ante sí que, nunca nadie se iría a enterar de esto.
Vanessa era hija de un vendedor de electrodomésticos del interior, que había heredado un negocio familiar y se había dedicado a seguir la tradición de la familia. El boom de los electrodomésticos, en los sesenta, les había dado un muy buen pasar: Vanessa nació en el 71 y sus dos hermanos mellizos, varones, en el 72. Se criaron con mucho cuidado y dedicación de una familia que los trató siempre con predilección, dándoles todos los mimos y educación más allá de lo imprescindible.
Un día descubrió a sus hermanos mellizos realizando prácticas sexuales entre ellos. Les propusieron acompañarlos, y ella incorporó el hábito como un nuevo juego: tenía doce años. A partir de entonces aguardaban quedarse solos en su casa para ir incorporando nuevos y más elaborados juegos, que se les iban ocurriendo durante la semana.
Por supuesto, también, fueron perfeccionando las formas de ocultarlos, lo que les salía muy bien, y los complacía más.
Pero un día el secundario terminó y los mellizos fueron enviados a La Plata, para iniciar sus carreras universitarias (Ingeniería y Licenciatura en Administración, lo que eran gemelos la hicieron en la mitad del lapso porque los profesores nunca se enteraron de que eran mellizos). Vanessa debió conformarse con la visita que les hacía cada tanto a sus pensiones. Pero aprendió a divertirse en fiestas más extendidas, en que los mellizos mezclaban gente nueva de varios sexos, que iban conociendo.
Y así, la relación se fue perdiendo, los hermanos casando, el vínculo sexual no sosteniendo mucho más.
Y Vane, como tantas solteronas de la historia, un día se fue dando cuenta que la opción que le quedaba era muy sosa: conocer a un (otro) hombre (uno solo) del que además debía enamorarse, aguantar humores y olores.
La tristeza la invadió, los años avanzaron, perdió su poco humor, todo se esfumó.
Cuando terminó de contarme la historia, me dijo que ella no había venido con la intención de contármela, que su idea era resolver los resultados de la "cuestión" sin tener que develarla, pero que ahora estaba mejor.
Y se quedó dormida.
La dejé dormir los diez minutos que faltaban hasta que sólo quedaran cinco más para que llegara mi próximo paciente.
Aproveché para tomar notas de todo. No era un caso uauu pero, no dejaba de ser interesante. Lleva a que cualquier lector se pregunte si Vanessa va a poder cortar con esta fuente rica de placer que han sido sus dos hermanos, programados para satisfacerla desde tan jóvenes en una relación casi "espejada", irreal, estereofónica: dos hombres, dos falos, dos intenciones, 360° de pasión, las versiones masculinas casi de ella misma. ¿Cómo saltar a los 35, de pronto, a una relación convencional, intimista, personal, con un hombre vulgar, distinto a ella y con un vínculo común y silvestre?
Ese caso, y los otros dos de ese mismo día no me dejarían dormir aquella noche de los primeros días de otoño, en los que empezaba a encontrarme con esta profesión tan interesante, intensa y comprometida con la realidad humana.
La seguiremos luego.