Friday, April 22, 2005

 

EL DÍA QUE ME DECIDÍ

PORQUE NO SABÍA QUÉ QUERÍA


Si algo fui en mi vida fui indeciso: ¿juego o no juego? ¿quiero o no quiero? ¿me gusta o no me gusta? Digamos que fue mi tortura durante la niñez, la infancia y la adolescencia. Saber qué quería no fue fácil: qué me correspondería menos, y luego saber si lo que había decidido estaba bien o mal... peor.
Así, entre una y otra cosa pasé toda mi vida. Las tías siempre opinaban que aquella cuestión venía por mi signo astral.
- ¿Pero qué quieren con este geminiano? ¡Nunca va a poder saber qué es lo que quiere!
Cuando cumplí doce años, mi tío Gastón, el peluquero, me propuso regalarme una bicicleta nueva, ya "de grande" y con "vía libre para opcionales", así que aquel sábado salimos desde temprano a recorrer el centro para ver cuál me gustaba. Después de cuatro horas de recorrido infructuoso, sin bicicleta y ya sin diálogo posible, Gastón me miró fijo y me dijo:
- Fernando: no puede ser que no te guste ninguna de las bicis que vimos.
- No es que no me hayan gustado... verás: es que estoy indeciso porque me gustaron varias.
Así fue como perdí mi primera bicicleta de grande. Mi tío se aburrió, mi cumpleaños pasó, el me mandó unos pesos por su madre y allí terminó todo.
Como terminó todo en mi vida: sin decisión posible, o con una decisión equivocada, como esto de estudiar psicología.
¿Y cómo fue que empezó?
Mis viejos fueron docentes toda su vida, lo que los habilitó para creer que, desde la dichosa docencia todo es posible: ser mejores, más educados, más inteligentes. Como ven, se reitera el "más", que trasladado a todo hace todo "más" posible: y bien... A los 17 años, observando que me hacía más indeciso de lo habitual... me enviaron a otra docente, psicóloga y especializada en orientación vocacional.
En la clase media argentina subsisten enorme cantidad de prejuicios. Los chicos, antes de dar exámenes colocan una estampita adentro del libro de estudios, para contrarrestar el terror que les da su propia ansiedad, la gente tiene miedo de pasar por una escalera abierta y no por temor a que caiga una lata de pintura en la cabeza sino porque parece que pueden cortar el destino, algo tan grave como que se te cruce en el camino un gato negro.
Pero los prejuicios de los intelectuales son más incoherentes aún, y pueden ser reducidos a uno: creen en la ilustración. Creen que resuelven todo sabiendo más, estudiando, discutiendo, asistiendo a cursos, mesas redondas, seminarios y conferencias, visitando exposiciones y museos, comprando tickets para ir a conciertos (sí, ¿nunca reparó en qué segura se siente la gente con los boletos en la mano?).
Un día pesqué a los viejos charlando sobre mí, así que me hice chiquitito y, con mi grabador, registré toda la charla. Mamá se mostraba muy preocupada porque si bien yo no había traído nunca problema con mis notas (siempre pensé que lo que me enseñaban en el cole eran obviedades boludas), me gustaba demasiado dormir, los jueguitos electrónicos y quedarme en casa demasiado tiempo (por aquellos tiempos todavía se consideraba la masturbación como algo nocivo). Papá en cambio me quería más deportista, más "hombre", fantaseaba con un hijo seductor, avasallador, un winner (¡qué padres clásicos, my god!).
Ahí estamos. La imagen que había reservado para mí la vieja era inalterable. Me imaginaba los próximos ocho años "adentro": cinco de facul, dos de un master, uno de tesis. ¿El título? ¡Bien podría ser bioquímico, doctor en letras o físico nuclear! Pero como todo padre progre siempre agregaba: "respetaremos lo que él decida" (yo por dentro sostenía que mi decisión era "dormir").
Papá me imaginaba delgado y atlético, pero algo así como rector de la UBA o por lo menos secretario académico, tal vez ministro de educación. Eso sí: claramente heterosexual, alejado de las drogas y el alcohol y con lindo hijos.
¿No era un primor lo que me esperaba, según el pronóstico de mis viejos? Si el EFECTO PYGMALYON existe (recordar que ellos son docentes), hete aquí el ejemplo de tanta profecía autocumplida.
- Creo que quiero ser psicólogo.
Dije lo primero que se me ocurrió. Aquella mujer regordeta y aburrida que me había estado dando vueltas alrededor con sus test torturantes, había concluido que era evidente mi inclinación por las ciencias humanas, desde la política hasta el periodismo, desde la educación hasta la filosofía. Opté por un término medio y dije: psicología. La regordeta mostró una sonrisa cómplice, aunque con tendencia a reprimirla, no vaya a ser cosa que crean que influyó demasiado en mi elección.
¡Finalmente me había decidido! Así que rápidamente, los viejos se pusieron a hacer un presupuesto y un menú de opciones, que a su pesar, incluía universidades privadas de confesión cristiana, algo que los ponía fuera de sí.
Yo estaba por cumplir 18 y mi look externo no me mostraba mucho como alumno de una universidad de tipo cristiano: ropa negra con tachas, y la frente como única piel a la vista en la cara, ya que los jirones en los jeans dejaban ver piel también en los muslos, las rodillas, los brazos y el estómago.
Elegí la UBA. Y así comenzó mi decisión.
Y lo que soy psicoanalista, no voy a hablar más de mí. ¡Ya les conté bastante! Dada mi profesión, no está muy bien que yo hable: hablan ustedes. La relación psicoanalítica es asincrónica, irregular, distante y hasta caprichosa. Hablá vos, que yo lo voy a hacer cuando lo crea oportuno.
Ah: y arbitraria...
Cuando terminé todos los bollos alrededor del estudio, tenía muy claro a qué me iba a dedicar: ya me había enrolado en una agrupación de izquierda con integración hospitalaria, y estaba ferozmente convencido de que mi target iban a ser los psicóticos, desde un enfoque político de salud pública.
Así pasé mis primeros diez años. Mejor dicho: así pasaron, y se llevaron muchas de esas cosas que ya no son mías: mis ideas, mi postura dentro de la realidad, algunos de mis gustos, mi pareja y el sentido de mi profesión.
Cuando me di cuenta que había perdido mi interés por resolver la locura, la crisis me llevó a cerrar el ciclo, a barajar y dar de nuevo. Laurita, una vieja compañera de la facultad me prestó su quinta y me recomendó que volviéramos a charlar para cuál de mis crisis quería resolver primero. Mi analista piensa que ella suponía que yo quería resolver mi crisis de pareja.
Y así es como comencé a incursionar, definitivamente, en el psicoanálisis.
Con la perspectiva de atender gente común.
Con el tiempo vería que lo de común fue sólo un sueño.

LLEGA VANESSA

Mi primera paciente se llamó Vanessa, fue derivada por mi colega Laura. Me dictó por teléfono: es un caso flojito: ideal para tu comienzo.
A ver si entienden: no era mi primer caso, era el primer caso PAGO.
Vanessa tenía una edad imprecisa: era claro que había dejado la niñez pero no si había entrado en la madurez. Más de quince pero no más de cuarenta. ¡Era imposible sospechar cuál serían sus desvelos (los conoceríamos en instantes)!
- ¿Cómo le va? -me dijo, se sentó en la silla que tenía yo por allí, no sonrió demasiado, estaba como ausente.
- Estoy aquí porque no puedo hacer una pareja estable, no se cómo debo seducir a los hombres, empiezo a salir y todo se me arruina, y además no tengo la menor idea de qué cosa es un orgasmo.
Todo eso junto, no me dejaba hacer mi propio procesamiento: ¿por dónde empezar? ¿Por su falta de orgasmo, su mala relación con los hombres, su timidez, o por lo que yo sospechaba, y es que tenía una relación oculta, de esas que son innombrables?
- Pero usted sí sabe qué cosa es un orgasmo -ataqué, ensimismado de intuición.
- Sí, claro, alguna vez...
- No me refiero a "alguna vez" sino a "todas aquellas veces" (mamitaaa: era ir muy lejos, creo que la terapia no debería encarar temas tan intuitivos...)
Vanessa me miró fijo, le sostuve la vista lo más fuertemente que pude. Se mató de risa y me propuso:
- A usted le gustaría conocer un algo de "aquellas veces"...
- A mí me parece que fueron muchas, y que tarde o temprano me las va a tener que contar.
Vanessa se puso a llorar, pero sin convicción, como señalando "ahora en esta parte, las señoras deben llorar".
- Y me da la impresión de que a usted le parece "anormal" aquella relación suya, a pesar de que fuera tan satisfactoria.
- Usted parece muy bueno ¿sabe? ¿Cómo se dio cuenta de mi relación con mis hermanos?
- Usted me lo fue diciendo desde el primer momento, y me lo sigue contando, a ver...
Dije esto con una falsa seguridad. Había aterrizado de culo, me había mandado una improvisación que, sin querer, me llevó al nudo de la cuestión. Vanessa se había tranquilizado porque parece que hacía muchos años se había juramentado con sus hermanos mellizos y ante sí que, nunca nadie se iría a enterar de esto.
Vanessa era hija de un vendedor de electrodomésticos del interior, que había heredado un negocio familiar y se había dedicado a seguir la tradición de la familia. El boom de los electrodomésticos, en los sesenta, les había dado un muy buen pasar: Vanessa nació en el 71 y sus dos hermanos mellizos, varones, en el 72. Se criaron con mucho cuidado y dedicación de una familia que los trató siempre con predilección, dándoles todos los mimos y educación más allá de lo imprescindible.
Un día descubrió a sus hermanos mellizos realizando prácticas sexuales entre ellos. Les propusieron acompañarlos, y ella incorporó el hábito como un nuevo juego: tenía doce años. A partir de entonces aguardaban quedarse solos en su casa para ir incorporando nuevos y más elaborados juegos, que se les iban ocurriendo durante la semana.
Por supuesto, también, fueron perfeccionando las formas de ocultarlos, lo que les salía muy bien, y los complacía más.
Pero un día el secundario terminó y los mellizos fueron enviados a La Plata, para iniciar sus carreras universitarias (Ingeniería y Licenciatura en Administración, lo que eran gemelos la hicieron en la mitad del lapso porque los profesores nunca se enteraron de que eran mellizos). Vanessa debió conformarse con la visita que les hacía cada tanto a sus pensiones. Pero aprendió a divertirse en fiestas más extendidas, en que los mellizos mezclaban gente nueva de varios sexos, que iban conociendo.
Y así, la relación se fue perdiendo, los hermanos casando, el vínculo sexual no sosteniendo mucho más.
Y Vane, como tantas solteronas de la historia, un día se fue dando cuenta que la opción que le quedaba era muy sosa: conocer a un (otro) hombre (uno solo) del que además debía enamorarse, aguantar humores y olores.
La tristeza la invadió, los años avanzaron, perdió su poco humor, todo se esfumó.
Cuando terminó de contarme la historia, me dijo que ella no había venido con la intención de contármela, que su idea era resolver los resultados de la "cuestión" sin tener que develarla, pero que ahora estaba mejor.
Y se quedó dormida.
La dejé dormir los diez minutos que faltaban hasta que sólo quedaran cinco más para que llegara mi próximo paciente.
Aproveché para tomar notas de todo. No era un caso uauu pero, no dejaba de ser interesante. Lleva a que cualquier lector se pregunte si Vanessa va a poder cortar con esta fuente rica de placer que han sido sus dos hermanos, programados para satisfacerla desde tan jóvenes en una relación casi "espejada", irreal, estereofónica: dos hombres, dos falos, dos intenciones, 360° de pasión, las versiones masculinas casi de ella misma. ¿Cómo saltar a los 35, de pronto, a una relación convencional, intimista, personal, con un hombre vulgar, distinto a ella y con un vínculo común y silvestre?
Ese caso, y los otros dos de ese mismo día no me dejarían dormir aquella noche de los primeros días de otoño, en los que empezaba a encontrarme con esta profesión tan interesante, intensa y comprometida con la realidad humana.
La seguiremos luego.

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