Thursday, August 17, 2006

 

LA VERDADERA HISTORIA DEL DOCTOR

Al Doctor Ozzipuzzi le encantaba que lo llamaran así: anteponiendo su título, y por su apellido. Y tantos años de obligar a todos a eso le habían hasta hecho olvidar qué se sentía cuando a uno lo llaman por su nombre de pila.
Pero eso sintetizaba de manera cabal uno de sus logros principales: ser “alguien”.
Y claro que ese alguien hacía valer sus galones, en medio de una fragilidad que no podía reconocer ni siquiera con sus parejas, a saber: la ex, la actual y su “pequeño harem”, como lo llamaba, constituido por un par de mujeres que el creía que había seducido pero que en realidad encajaban muy bien con su más reactiva neurosis.
Llegó a mi consultorio de la mano de los cacerolazos, el día que no pudo soportar más. Un día no había podido entrar a su casa porque se le habían estacionado frente al garage un grupo de desesperados, justo cuando las turbas habían invadido los supermercados de la zona y la policía no daba abasto para atender sus reclamos.
Había desarrollado temores cada vez más elaborados y le costaba conciliar el sueño, digerir la comida, mover el vientre en forma natural, pensar en otra cosa que fueran terribles acechanzas. Su clínico, harto de darle medicamentos, sintetizó diciéndole que debía derivarlo a un psicoanalista. Pero él se resistía a entrar en análisis por varias razones: sostenía que “no estaba loco”, que era muy poderoso y que eso en sí era la felicidad, y –y éste era el punto más sensible- que la terapia no era segura. Vivía enloquecido pensando qué podía contarme y qué no, de qué manera podría filtrarse la información que me daba. Y dado que pasaba muchísimas horas en su oficina, todo lo que podía llegar a contarme estaba fundado en su vínculo con aquella bendita empresa.
El destino de una empresa que no es ni la primera ni la segunda en el ranking de su especialidad –en este caso los productos de limpieza- es que encabeza el grupo de las rezagadas, y eso es todavía más serio e importante. Él cayó allí luego de diez años de una gris trayectoria en otra empresa, en la que –sin embargo- se lució por la prolijidad de una gestión destacada en una particular habilidad muy deseable en los contadores argentinos: ser muy legalista en la superficie, pero astuto para lograr que el patrón pagara cada vez menos impuestos, tuviera menos gastos y alcanzara mayor rentabilidad real.
Ingresó en la nueva empresa como auditor, pero al año ya era el nuevo gerente financiero. No habían pasado ni dos años cuando ya ocupaba el ansiado sillón de director. Pero su eficiencia lo hacía anular a los ineficientes que le Interponían. Primero absorbió Sistemas, luego Recursos Humanos, luego Producción y Control de Calidad. Cuando se dio cuenta, el Gerente General era el único que tenía un poquito más de poder que este hombre que controlaba casi toda la empresa.
Un día entró el Gerente General –que en teoría era su jefe- y le echó en cara todo lo que había hecho, autorizado, aprobado y pagado. Parecía que sólo le quedaba renunciar. O hacer lo que hizo: desarrollar fobias a diestra y siniestra.
Llenó de alarmas su casa, su oficina, las cocheras, el velero, los autos... Se compró una pistola, perros rottwilder, libros de defensa personal. Empezó a dejar de dormir, pensó que iría a quedarse pobre y prohibió a su familia gastar, dejar luces encendidas o el piloto del calefón. Cada día agregaba nuevos lineamientos a su vida, de una dimensión atemorizadora.
Pero, en contra de la lógica que diría que tanta sensación de inseguridad lo volvía más inseguro, toda la parafernalia con la que montó su personalidad lo transformó en... más poderoso. Y tal parece que en las organizaciones existe un bichito extrañísimo que se mueve día y noche y que se llama azar: su jefe, que a esa altura era su archienemigo y que sostenía en todo posiciones disímiles, un día fue a mear y cayó de bruces sobre el inodoro. Un infarto lo apartó de las actividades de inmediato, y el posterior ataque cerebro vascular lo separó tal vez por un tiempo demasiado largo.
Don Ozzi pasó al estrellato. El Directorio consideró que no podrían cubrir el puesto del número uno hasta no estar seguros de que había quedado inhabilitado por su mala salud, y delegó en el cuerpo de directores la conducción de la compañía. Y por ser nuestro hombre quien manejaba los destinos del dinero, se transformó en forma inevitable en el más fuerte y cuya simple decisión (o capricho) sirviera para orientar los destinos de aquellas dos mil personas que vivían de fabricar lo que fabricaban, publicitaban, vendían y cobraban.
Por supuesto, cada sesión de terapia que tenía conmigo se volvió en un capítulo más de aquella historieta, en la cual él me confundía con un empleado suyo, tal vez uno de sus “analistas administrativos”, al cual podía darle un par de órdenes por ser “el doctor”. Pero a medida que corría la tarde, y luego de convocar a un par de sus fantasmas, lograba amansarlo y recordarle donde y para qué estaba allí, sin su escritorio con alarmas ni su secretaria perruna, ni sus gerentes guardaculos, a los cuales manejaba según su capricho.
Al Gerente General, luego del penoso suceso del inodoro y haber tenido una larga convalescencia, le descubrieron que había ingresado en forma veloz a la vejez, ya que muchas de las funciones que lo habían destacado en su lucidez las había perdido, y ningún médico sensato opinó que podría volver a trabajar.
Cuando llegó la hora de pensar en su reemplazante -y Ozzi creyó que lo lógico era convocarlo a él- apareció un muchachito con un brillante currículum por el mundo, y varios posgrados gloriosos, que fuera traído por head hunters caros y exclusivos. Así que el pobre debió desarrollar una lucha en dos frentes: pelear para derrumbarlo rápido, y ser cada vez más exitoso en su gestión. Objetivos que logró con gran paciencia y dedicación.
Luego de que este nuevo número uno estalló por los aires para continuar su carrera en otro lugar, ajeno ya a las narices de nuestro héroe, pensó con mayores esperanzas que ahora notarían su existencia los componentes del directorio. Pero lo que más bien percibieron era que ya estaba en condiciones de asumir como nuevo mandamás el hijo mimado de la principal accionista, quien en los últimos veinte años había estado puliendo con fervor la personalidad de su hijo Andrés, ex roquero y striper pero luego arrobado student de Harvard.
Con rabia, Ozzi debió masticar los siete años que le llevó a Andrés darse cuenta que su vida estaba más atada a los Estados Unidos de lo que él mismo creía: la reaparición de su vieja noviecita texana se lo llevó de nuevo. Y así Ozzi pensó que había llegado su hora.
Habían pasado veinte días de la renuncia de Andrés. El Directorio lo citó a una reunión formal, y nuestro doctor olfateó que venía la designación formal, había entregado su vida al proyecto y no había ya ningún otro candidato a la vista.
- Doctor Ozzipuzzi: no sabe lo conforme que estamos con su gestión –dijo el presidente del Directorio- así que hemos pensado en premiarlo con un retiro muy digno: medio millón de dólares.
Así quedó congelado. Para siempre.
Cuando volvió a casa, ya desocupado, tuvo tiempo de hacer un rápido recuento de su nueva realidad. Entre lo que había ahorrado durante aquellos últimos quince años, las indemnizaciones y premios, y las propiedades que había juntado (incluía un barco, una avioneta y cuatro autos: el suyo, el de su mujer y su hijo, y la cuatro por cuatro para vacaciones) era cuasi millonario. Se dio cuenta que si administraba con cierta prudencia todo lo que tenía no necesitaría trabajar más. También comprobó que no tenía más poder, que nadie en el barrio le decía “doctor” con reverencia, y que la cajera del supermercado o el limpiaparabrisas del cruce lo trataban como cualquier otro, a pesar de que manejara un BMW. Todo eso lo sumió en una depresión que él denominó tristeza.
Pero prefirió no volver a trabajar. Y vivir de sus recuerdos. No será feliz, pero... al fin y al cabo... ¿quién es feliz?

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