Friday, April 29, 2005

 

EL CASO MORA

Voy a relatarlo separado porque, en sí, es un caso muy rico, especial y nunca terminado, aunque la razón por la que nos visitara (a mí y a los otros profesionales anteriores) no parece haberse morigerado. La razón de la existencia del romanticismo no es la posibilidad de la construcción poética sino el desarrollo incierto que guarda una neurosis.
Mora fue la primera hija de un matrimonio demasiado prolífico para el medio urbano (cinco hijos, dos perdidos, uno abortado), que como primer bebé tuvo todos los alientos familiares: primera nieta, primera sobrina, el juguete obligado de una familia pequeño burguesa aburrida y llena de prejuicios pueblerinos.
Mora me trajo todas las fotos de su niñez. Delgada, pálida, con la mirada siempre perdida, trasuntaba soledad. “Por entonces mi mamá se había transformado en una tortura. Simultáneamente me halagaba y me hacía sentir que era el ombligo del mundo, pero de pronto y no se por qué estaba gritando todo tipo de barbaridades asquerosas que antecedían o precedían golpes o encerradas en el baño como castigo a culpas que ni ella ni yo recordábamos”.
Es que ya había nacido su hermana, enorme piedra sobre su narcisismo. “Ahora cuando ella nazca ya no te vamos a querer tanto” le había dicho su tía Teté, con tanto tacto como King Kong y ausente intuición de la psicología infantil.
Aquel nacimiento no sólo fue un escollo más: más bien un karma. Cada vez que algún pariente descubría una maravilla en la nueva niña y ella lo percibía (¡qué linda! ¡qué grande! ¡mirá qué inteligente!) Mora sentía como un fuego que la invadía y sólo ambicionaba desaparecer. Ya había desechado correr a los brazos de mamá, que había coleccionado una nueva variedad de frases ejemplificadoras como: “mirá tu hermana qué calladita, lo bien que se porta”.
Después empezaron a venir el resto de los embarazos que soportó su madre, algunos de los cuales tenían como correlato final un nuevo hermano, que agigantaban los pesares y hacían de ella la hija más imperceptible. Pasaba horas frente al espejo comparándose con aquellas que eran sus modelos: Julieta Magaña, Pinky o Delma Ricci.
La casa ya era para entonces una cámara de horrores: chiquilines llorando a toda hora, comidas y biberones, mucamas y niñeras perezosas y siempre discutiendo con su madre. Y en la casa se agregaban las discusiones paternas: su madre se había transformado en un monstruo celoso que acosaba a su padre con sospechas de todo tipo sobre sus empleadas. Así que el anuncio del comienzo de su Jardín de Infantes fue un enorme motivo de alegría: un medio nuevo pero lleno de chicas iguales a ella, de la misma edad, ninguna preferida por ninguna razón.
Así conoció a las monjas. Y se convenció de que el mundo estaba repleto de nenas. Todas posiblemente más feas, menos graciosas, menos inteligentes, más obesas, más estúpidas.
Cuando la empleada Coca la llevó aquel primer día en brazos, no la abandonó hasta que apareció a buscarla la Hermana Teresa. Ese día se dio cuenta que todos sus pesares estaban terminando allí. Aquella mujer, muy joven y muy hermosa la recibió con un beso y una frase que no olvidaría nunca: “esta es la niña más hermosa del mundo”.
Pero en realidad ella pensaba que Teresa era la mujer más hermosa del mundo. Se preguntaba qué sería en realidad una “Hermana” (grande, hermosa, buena, inteligente), que no era su hermana (chiquilina, fea, mala, estúpida). Pero lo fue entendiendo muy rápido: era quien estaba con ella gran parte del día y a quien hubiera elegido para que fuera en realidad su madre o su hermana.
Así fue pasando su niñez: percibiendo al mundo de la escuela como su verdadero y deseado habitat. Sufriendo cada vez que la llevaban de nuevo a casa para encontrarse con sus hermanos bochicheros, siempre enfermos, las empleadas cambiantes y peleando eternamente con su madre, su padre hostil a ella, sus hermanos, su madre... Una niñez apenas consolada por la televisión (la sonrisa de Cacho Fontana, los ojos negros de Virginia Luque, la maravilla de Dineylandia, la gomera del Capitán Piluso y Huckleberrey Hound) y los fines de semanas sin escuela ni Hermana Teresa pero con papá y su coche. Papá desde el sábado se transfiguraba. Subía a su coche grande y reluciente, y llevaba a pasear a todos por el Tigre, la playita de YCO, Luján o la casa de los abuelos en algún lugar del Gran Buenos Aires que, curiosamente, Mora borró para siempre de su memoria “sólo me ha quedado del abuelo el fuerte olor a su tabaco negro, agrio, persistente, pegado a su bigote cada vez que me besaba”.
Lamentablemente, aquellos viajes no siempre terminaban sin una discusión familiar. Una vez, muy casualmente se encontraron con una de las empleadas de su papá en medio del paseo, y su mamá lo atribuyó a que aquello había sido previsto, con lo cual no habló más a a su padre por un mes. Otra vez, que el auto se quedó sin nafta y papá debió caminar unas cuadras por Cabildo a buscar una estación de servicio para poder llenar un bidón; cuando regresó se encontró con que todos, comandados por mamá se habían vuelto a casa en taxi. El regreso final del papá había sido un verdadero infierno con gritos, insultos y una esposa llorando a los gritos.
Todo esto le confirmaba a Mora que, cuando el lunes llegaba al colegio era la verdadera paz la que volvía. Teresa se había transformado en su objeto amoroso, con un amor que era totalmente correspondido. Y aquello duró hasta segundo grado, cuando la Hermana Teresa fue cambiada sorpresivamente de destino.
En sexto grado comenzaron las grandes crisis. Mora quería seguir en aquel colegio de monjitas, pero su madre proponía otro. Su padre, más bien ateo, había opinado en contrario.
Todo terminó mejor cuando finalmente conservó el colegio. Y nunca dejó de olvidar que un día pudo encontrarse nuevamente con la Hermana Teresa, de visita por el colegio.
En el secundario se hizo amiga de Lely, a quien conocía de otro turno. Era una morocha de ojos penetrantes, muy delgada y erguida y de temperamento muy firme. Se hicieron confidentes y comenzaron a cambiar opiniones sobre los chicos que estaban a la salida. Ir a un colegio de monjas implicaba por aquellos tiempos estar encerradas todo el día entre mujeres: alumnas, monjas, profesoras. Al salir, se chocaban con muchos de los chicos del colegio de curas de la otra cuadra, todos de guardia en la entrada, ansiosos por “pescar” algo.
Pero no fue sino recién hasta promediar segundo año que ambas engancharon. En cuanto Lely le anunció que “estaba de novia”, Mora consideró que era el momento para aceptar las insistentes propuestas del Colo. Ser novios por entonces era verse un ratito, darse besitos, enviarse cartitas, mirar por la ventana de casa a ver cuándo él pasaba en bicicleta. Eran los sesenta y todavía se consideraban cuestiones como la virginidad. Mora había llegado a los quince años con suficientes frenos: los de mamá, los de los curas confesores y sobre todo los de las monjas, que no consideraban demasiado sancionables los abrazos y besos con ellas y entre las niñas, pero pensaban seriamente que detrás de cualquier tipo de expresión afectiva con los hombres habitaba el pecado más siniestro y destructivo. “El pecado mortal”, susurraban horrorizadas a sus alumnas.
Así que, pobre Colo, seguía destinado a la misma suerte que le había tocado a su abuelo, a su padre y a sus tíos: la masturbación como único recurso válido de la expresión de su sexualidad, o ver cómo conseguía la forma de hacerse habitué a algún prostíbulo prohibidísimo.
Pero, obviamente, esta no es la historia del Colo sino la de Mora, por entonces muy asustada porque su pretendiente lograba manosearla más de lo que su madre autorizaba.
Cuando se encontraban con Lely a solas las charlas eran enriquecidas con lo que había pasado con cada una de ellas entre aquellos muchachitos inexpertos que trataban de pasarla algo bien con ellas. Se divertían, se contaban, se comparaban.
En cuarto año, Mora pensó que se había enamorado de Lely. Inclusive habían ensayado besos de amor y les había gustado.
Ambas se habían horrorizado con las posibilidad de que aquello fuera más pecado del que pudieran soportar. Pero creían que lo disfrutaban bastante.
Tal vez el primer error de Mora fue darse cuenta de que le gustaba demasiado escribir, que era muy romántica, que la poesía le salía fácil y que hacer cientos de poesías de amor a Lely le resultaba muy sencillo. Sentía que aquello que a ella misma le daba cierto temor y que rechazaba, encontraba una manera de “legalizarse” en el papel. “Hoy te escribí una canción” le decía, y acompañaba los versos con música de Violeta Rivas. “Hoy hice una poesía y cuento lo felices que seremos cuando tengamos hijos”.
Claro que el error no era escribir, sino dejar tantas pruebas. “No me gusta nada tu amiga Lely”, dijo -nada menos- mamá. “Tiene una mirada desafiante”. Y no valió de nada todo lo que ensayara Mora para bajar los decibeles de las acusaciones de una madre que empezaba a utilizar la más acertada de sus intuiciones. Mora percibía a mamá oyendo sus conversaciones telefónicas, notaba sus cuadernos revisados, la imaginaba revisando sus armarios cuando ella no estaba.
Así que un día mamá le dijo que quería cambiarla de colegio. Aquello era demasiado: no pudo dormir en toda la noche. Se dio cuenta que si la separaban de Lely se moriría. Imaginaba muriéndose fatalmente de una cruel enfermedad originada en la total tristeza. Enfrentó a mamá y le dijo que si la cambiaba de colegio ella se suicidaba. Obviamente, su madre respondió al desafío con toda la violencia de la que fue capaz: golpes, cachetadas, encerrona en el baño, gritos.
Cuando la cosa se calmó, Mora había entendido lo lamentable de su situación como supuesta pecadora: mamá había leído un encendido poema de amor en el cual quedaba en evidencia que ambas habían perdido la virginidad “entre ellas mismas”. Su pecado estaba demostrado, y aquel era su pecado mortal. Mamá amenazaba ahora con contarle a la madre de Lely, y ponía en juego la separación definitiva de ambas chicas cambiando a Mora de colegio, y contándole también a papá.
Mora no sabía muy bien ahora por cuál de todas las razones quería suicidarse más: si por vergüenza, por pecadora mortal o por que todos habían descubierto que tenía sexo. El Colo, como un idiota, ignoraba todo lo que pasaba.
Aquella “semana siniestra” era la primera pero no la última en su vida. Las crisis signarían su vida como una constante astral. Se dio cuenta que, por primera vez, estaba totalmente en manos de la decisión materna. Amenazó con el suicidio todas las veces que pudo, y terminó negociando que su madre la llevara a una consulta psicológica. Así fue como comenzó un camino que ya no abandonaría jamás.
El comienzo de su tratamiento le hizo cambiar la cerrada óptica de las monjitas: se dio cuenta que en lugar de “haber atravesado el terrible portal del pecado mortal” había ingresado en su pubertad. Y que si bien Lely era una pasión atractiva, también le atraía mucho el Colo, a quien había aprendido a querer bastante.
Pero el Colo terminó quinto año y se fue para radicarse en Bahía Blanca, detrás de su padre militar. Y Lely conoció a Roberto, su novio virgen, del que se enamoró perdidamente.
Mora no pudo convencer nunca a mamá de dejar que Lely volviera a entrar en casa. “Esa” la llamaba mamá, y a lo sumo “esa negrita” o “esa negrita que es terrible”.
La finalización del secundario encontró a Mora sin Colo, sin monjitas, sin el colegio contenedor, pero -sobre todo- sin Lely, con la que solo hablaba por teléfono para que le contara todo lo que quería a Roberto.
Su panorama era pobre: mamá y la familia, la psicóloga y su obligación de contarle cosas. Pensó que debía ser monja. Era la manera más sensata de olvidar su pecado y entregarse definitiva y legalmente a Dios. Comenzó una etapa más mística, de la que la sacaría solamente Omar.
A Omar lo conoció pagando la boleta vencida del gas, en la cola de Gas del Estado. Comenzaron a charlar de lo pesado que era hacer la cola. A ella le daba risa ver a alguien de su generación vestido con la formalidad de un mayor, pero eso quedó un poco disimulado en cierta comunión de ideas: ambos bastante tímidos, psicoanalizados, parecían orientarse por querer estudiar psicología.
Así fue como empezaron a verse. A él parecía sorprenderle la visión tan ingenua de la realidad que tenía Mora, el apego a las cuestiones familiares, y la atadura materna que imponían los sentimientos encontrados de amor-odio. A ella le sorprendía lo contrario: las desataduras que parecía tener él, la visión del sexo como algo alejadísimo de la idea de pecado, transgresión o siquiera problema.
Así que accedió a su invitación y por primera vez hizo el amor en la cama con un hombre denudo, sintiendo de todas maneras que pecaba, pero con menos vehemencia que lo había sentido siempre.
Así que se encontraron en un bar con Lely y se lo contó para matarla de envidia. Aunque en el fondo le hubiera gustado explicarle que le hubiera gustado más hacerlo con ella. Que deberían intentarlo de nuevo. Casi estuvo tentada de decírselo.
Y empezaron a salir los cuatro. Lely se decidió y le contó todo a Roberto, como para exorcisar de una vez aquellas cosas que quería un poco enterrar en el pasado.
Todas aquellas cosas empezaban a estar en el pasado. Lely anunció su rápido matrimonio, y Mora no quiso quedarse atrás. Se casaron y ambas tuvieron hijas, felices porque las mandarían al mismo colegio que habían ido ellas.
Mora me cuenta que vivió muy contradictoriamente todo aquel primer periodo. En principio creyó estar “bastante” enamorada de Omar, un tipo no sencillo en la vida de relación pero muy esquemático en sus manifestaciones sexuales. Su primer año de casada fue bueno, cada tanto apenas discutían pero luego se arreglaban y todo bien.
Pero el nacimiento de Carolina fue muy impactante. Aquella niña le traía la imagen de Lely, le revivía a Teresa, a su mamá. Sobre todo a su mamá, a la cual empezó a ver más seguido por su casa. Sintió necesidad de rechazar a Omar. Ya no le satisfacía. Dejó de quererlo, más como opción que por fin del amor.
Aquí es donde aparece su nuevo psicólogo. Sería el vehículo para su separación, pero todavía no lo imaginaba. En su trabajo conoce a Emilia, su nueva jefa. Emilia era la amante secreta del dueño, aunque sufría la persecución del hijo, quien quería a toda costa que amaneciera en su cama. Emilia: joven, atractiva, y con un particular don social, lograba atraer por igual a hombres y mujeres.
Se hicieron íntimas, al salir de trabajar se iban a tomar el te y Mora se dio cuenta que estaba floreciendo algo que había abandonado por opción. Volver a casa para encontrarse con el aburrido de Omar y una Carolina tan necesitada de afecto la enloquecían. Tomaba conciencia de qué no era lo que quería. Se sintió presa en una realidad a la que quería abandonar ya mismo.
Cada vez necesitaba más a Emilia y menos a su familia. Así que optó por decírselo a Omar, a quien lo invitó a dejarla. Previamente, como ya sabía hacerlo, lo amenazó con suicidarse si no se iba. Aquel pobre desgraciado, obligado a separarse de su hija del alma, fue apartado de un plumazo, poco se supo después de él.
Emilia fue un buen soporte.
Por cuestiones difíciles de explicar pero en sí bastante casuales, conocí muy de cerca al analista de Roberto, y cuando percibimos la proximidad de los casos, comenzamos a complementar información.
Roberto llegó al consultorio de mi colega muy asustado por una cuestión que se escapaba de las manos permanentemente: su mujer, pasado el tiempo, había retomado las prácticas homosexuales que le gustaban tanto como las heterosexuales. Al principio se las había ocultado a su marido, pero de a poco le había ido develando el verdadero carácter del vínculo con sus amigas, todas muy especiales.
Lely había detectado desde siempre cierta forma de ser de Roberto, que la predisponía a poder compartir con él sus gustos tan especiales. Así que de a poco se lo fue sugiriendo y un día entró en tema. Su amiga Ethel, tan amiga, compartía con ella cada tanto un rato de mimos que a ambas le hacía muy bien.
Roberto se asustó en principio, no entendía cual debía ser su papel, su reacción, sus actitudes. Cuando no pudo más, apareció en mi consultorio.
Lely y Roberto se quieren mucho, nunca podrían separarse. Roberto no pensó nunca que aquellos hábitos de Lely fueran malos, los pudo integrar, no piensa que ella deje de amarlo porque tenga sus gustitos compartidos con amigas.
A algunas de las amigas las soporta más que a otras. Algunas actitudes se le mezclan. Su analista le dio a leer este informe y le encantó la idea, aportó todo lo que sabía sobre Mora y Omar.
Muy movilizado por La Mala Educación, la última película de Almodóvar, empezó a contarle a su analista su experiencia con los curas en su escuela secundaria.
Mora es muy feliz. Está planificando un viaje alrededor del mundo, pronto, ni bien se jubile.

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