Sunday, March 07, 2010

 

LA VIDA ES JUEGO



Marcela llegó a mi consultorio derivada por un colega, que me planteó que no le interesaba el caso, que él no se dedicaba a adicciones. Claro que yo tampoco. Pero le debía unos cuantos favores, y él utilizó el argumento de la deuda para ablandarme. De todas maneras se trataba de un tipo de adicción sobre el que no conocía mucho, y esto me permitiría hacer un abordaje práctico a un tema que a gatas había rozado en mis estudios teóricos. Marcela era una jugadora compulsiva.
¿Cómo llega a un psicoanalista una adicta a una cuestión tan difícil de encasillar? ¿Qué piensa? ¿A dónde quiere llegar?
Me dio muy buena impresión al verla: linda, elegante, sociable y todo su actuar daba cuenta de una mujer que detentaba una combinación interesante de inteligencia y astucia. Esa mezcla endemoniada que tiene mucha gente de seducir a través del enigma que te crea pensar que la vas a querer u odiar por partes iguales, dependiendo del momento. Pero, bien... era apenas una primera impresión.
- El doctor Arenas le debe haber anticipado que me justa jugar.
- Así es. Lo que quiero preguntarle es si usted tiene una idea cabal de lo que es el psicoanálisis. Es decir: ¿tiene en claro qué quiere lograr iniciando una terapia?
- No exactamente. Charlar, tal vez, aclarar cosas que en mi vida me han costado siempre y que a lo mejor lo tenía adelante de mis narices.
- Usted ¿quiere dejar el juego?
- De ninguna manera, quiero –simplemente- que no interfiera en el resto de las cosas de mi vida.
El resto de las cosas, como las denominaba sencillamente ella, era todo su entorno: pareja, hijos, trabajo, amigos, familia... ¡al fin llegaba un paciente con una idea muy clara de lo que viene a hacer a mi consultorio!
La vida pasada de esta mujer no había sido sencilla. Aunque no más que cualquiera que aterriza en el consultorio de un psicoanalista. Sus padres, muy pobres de origen, sin mayor acceso a la instrucción ni la cultura, habían logrado escalar socialmente de una manera impensada. El padre había ingresado como obrero de confianza de un emprendedor metalúrgico, que por esos azares de la historia había sido bendecido por la “sustitución de importaciones” en la década del cuarenta. Fabricaban electrodomésticos, y en el término de diez años aquel obrero fue asumiendo tareas de mayor confianza y por ende ingresos. Conoció a otra operaria en el mismo lugar con la que se casó y juntos habrían de vivir una vida casi como de ficción: piso en Palermo, viajes por el mundo, grandes autos, tres hijos con educación privilegiada. Hijos que crecieron con hábitos de clase alta: club hípico, colegios bilingües, vacaciones de ensueño hoy guardadas celosamente en el recuerdo ya que papá había filmado maniáticamente todo.
Marcela arribó a la adolescencia diferenciándose de sus hermanos: el mayor vivía fines de semana en smoking y volvía borracho y la menor decía que su hermana mayor era “mersa”. Desde chica ella había decidido repudiar los lujos que la rodeaban, y elegía jugar con el hijo del encargado del edificio, o escaparse a la placita de la vuelta en lugar preferir los caros y refinados juguetes que le regalaban.
Fue en esas escapadas que tanto disfrutaba que descubrió lo competitiva que podía llegar a ser: le encantaba ganar, y en ese ímpetu más le gustaba cuando más difícil y riesgoso era. Y esto lo iba trasladando a todo a su alrededor: en la actividad diaria, en la elección de su pareja, en la cantidad de hijos.
Eligió al hombre no indicado para su primer marido: divorciado, pobre, y como ella aventurero siempre detrás de un triunfo. Un pichón de estafador, que le supo enseñar no sólo como sortear acreedores con éxito, sino que además la sumergió en las exquisiteces de los distintos juegos de azar. La especialidad de aquel señor era el comercio: comprar y vender para ganar ganar y ganar más. De día compraban y vendían, de noche iban a la ruleta, al bingo o a la mano que se jugara en casa de amigos, proveedores o clientes.
Los diez años de matrimonio le sirvieron para concebir seis veces, dos de los cuales fueron frustrados por cuestiones naturales. El matrimonio se fue deteriorando y se hundió definitivamente tras la certeza de las infidelidades reiteradas del marido. Lo abandonó y se llevó a los cuatro hijos con ella.
Sus padres no la abandonaron económicamente, y así fue como empezó su nuevo ciclo: estrenando un semipiso y un auto como donación paterna.
Entre cambios y adaptaciones, había tenido que abandonar forzosamente su tendencia a jugar. Pero pronto encontró un sucedáneo interesante en un grupo de amigos que se divertían con juegos familiares: canasta, ludo, dominó, chinchón o lotería. Algunas veces incursionaban en el póker o el truco por dinero, y eso la volvía a llenar de energía. Aunque sus hijos se quejaran de que no les cocinara tanto, o que la ropa sucia se acumulara.
Hasta que descubrió que cuando los hijos estaban en actividades escolares o deportivas ella podía correrse al bingo. Disfrutó como nadie la aparición de casinos cercanos a la ciudad. Había encontrado su espacio, a pesar de que sus apuestas siempre debían ser medidas, casi simbólicas.
La influencia paterna le permitió pronto arribar a un trabajo seguro, sólido y firme. En un horario matutino comenzó a ser secretaria de un médico, con un buen sueldo y ya al mediodía estaba en condiciones de salir rauda para el bingo, actividad que no abandonaría.
En la fiesta de una amiga conoció a quien sería su nueva pareja. Y aquí es donde decide acudir a mi consultorio.
- Estoy segura de que lo mío es una adicción. Pero quiero seguir disfrutando.
- ¿Y entonces?
- No quiero arruinar mi pareja. Si él se entera que yo no puedo abandonar el juego, no me imagino su reacción. Mario es un ejecutivo en una multinacional. Es el Director de Asuntos Legales, y su misión precisamente es combatir ilícitos. ¡Mire lo que son las casualidades! Una de las cosas que me relató con gran detalle, al poco tiempo de conocerse, es el juicio que le hicieron al Director Financiero porque se comprobó que era adicto a los juegos de azar.
- Entiendo su posición. Lo que no entiendo es cómo consolidar una relación sin que se entere de algo tan... presente en su vida...
- Quiero que me ayude: no puedo equivocarme. Deseo fervientemente volver a tener una pareja sólida, y mucho más ahora que sé que tengo al lado mío a un hombre que no me equivoqué en elegir.
Una situación difícil, compleja, pero así esbozada destinada a terminar mal. Pero no de la manera que pueda imaginarse cualquiera: ya van a ver.
La situación de Mario también tenía su complejidad. Su éxito profesional y empresario se vio empañada cuando su mujer atendió tardíamente su nódulo mamario y la vida se le fue en pocos meses, dejándolo con dos hijos adolescentes.
Empezaron a salir, aunque sus encuentros tenían gran precariedad: siempre en hoteles, armando grandes estrategias para no abandonar del todo a aquellos seis adolescentes que sumaban como padres, y que tenían todas las variedades de sexo y edades.
Probaron ver qué pasaba en las primeras vacaciones conjuntas, pero los resultados mostraban la dificultad de siquiera prever un futuro colectivo. Al regreso, pactaron una solución precaria pero satisfactoria: alquilar un departamento equidistante de ambos domicilios, lo que les permitiría reunirse más tranquilos y con la posibilidad de asistir rápidamente a cualquiera de los hijos en caso de cualquier emergencia.
Con el tiempo, lograron planificar encuentros semanales que resultaran convenientes para ambos, y en esta tónica todo comenzó a marchar sobre ruedas. Mario estaba convencido de que nunca se podrían ir a vivir juntos, lo que tranquilizaba para siempre a Marcela: así le quedaba mucho tiempo para ir a jugar tranquila, lejos de cualquier peligroso control.
Preguntarán si nunca perdía, si no tenía problemas económicos. Ella sabía que eso solía ser uno de los principales inconvenientes de su adicción. Pero siempre había algún recurso: préstamos familiares, el auxilio de Mario (para el cual fabricaba pretextos o alguna mentirita), o nuevos trabajos que conseguía.
Esta supuesta estabilidad, sin embargo, le traía ciertas preocupaciones: los chicos irían creciendo y un día se encontraría de nuevo con “otra realidad”. Pero, mientras tanto disfrutaba y abandonó la terapia. Su objetivo había sido logrado: no abandonaba el juego.
La muerte de su padre le había traído la novedad de que su madre se encontró con una considerable fortuna, correctamente administrada. La posibilidad de que ella misma lograra por herencia un futuro buen pasar, se advirtió tras la muerte de su madre.
Me reencontré con Marcela bastantes años después, cuando me pidió una sesión urgente. Todo se había desmoronado, tal como había sido siempre su fantasma. Con los hijos ya mayores, a Mario no se le había ocurrido mejor idea que la compra de una hermosa casa en un country. Tras el anuncio de la adquisición, le ofreció que comenzaran a vivir juntos en ese lugar.
Marcela no supo manejar la noticia. Para ella no era una grata sorpresa, sino la peor noticia que recibiera en su vida. Olvidó sus buenas maneras y le dijo que no quería verlo más. Se encerró y durante un tiempo lo único que hacía era llamarlo por teléfono e insultarlo.
En el consultorio lloró, me dijo que no podía controlarse, y de a poco se convenció del error que cometía y que, como siempre, tenía que adaptarse a las circunstancias y dejar que la realidad se amoldara.
El que no se adaptó fue Mario: había recibido el peor desaire de su vida y no quiso volver atrás.
Tiempo después de retirarme de mi actividad, diez años más tarde de aquella ruptura, Marcela intentó retomar su terapia, y debí derivarla a otro colega. Pude así enterarme por su propia voz todo lo que yo imaginaba le podría llegar a pasar: se había jugado todo: la suculenta herencia, el auto, su casa.
Me habló desde su celular, y el murmullo ambiente dificultaba por momentos la comunicación: estaba en el Bingo.

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