Wednesday, March 14, 2007

 

PROFESOR HANS

El profesor Hans prefirió no decirme quién le había recomendado mis servicios. Esto fue por 1965, y por entonces en ciertos sectores no era bien visto psicoanalizarse. Y mucho menos que se llegara a conocer aunque fuera de lejos la historia que lo torturaba.
Hans era hijo de alemanes, que llegaron al país huyendo de la primera guerra mundial. Habían logrado la representación exclusiva de unos productos industriales de primera calidad que si bien no eran de venta masiva, tenían un excelente margen que posibilitó el rápido crecimiento económico de aquellos refugiados. El logro de esa excelente inserción social les había permitido criar al hijo único con gran confort y buena educación: colegio bilingüe y carrera de medicina. Sus posgrados en Alemania y Estados Unidos le dieron un valor agregado interesante, y pudo avanzar en su especialidad de neurocirugía, lo que le valió un destacado lugar como profesor en la Facultad de Medicina.
Hans, devoto luterano, había noviado durante toda su carrera con una rubiecita simpática hija de otros alemanes, y luego de doctorarse la desposó y embarazó, en ese lógico y esperado orden.
Acababa de cumplir veinte años de casado y cincuenta de edad, cuando comenzó su análisis. Se trataba de un hombre con dos rostros: uno cumplido y otro irrealizado. ¿Cómo era esto? Hans se había esmerado por construir un personaje tal cual todos esperaban que fuera: recto, estudioso y fiel. Para lograrlo había contenido todos los ingredientes que imaginaba como censurables para aquellos que regían su vida, pastores de la iglesia, familiares y, en especial, sus padres. Por eso no era casual que entrara por primera vez a mi consultorio a los pocos días de fallecer su madre, la última atadura que consideró válida.
Su primera charla conmigo fue tan clara, que demostraba que más que un psicoanalista necesitaba un amigo. Tenía una lucidez y conocimiento de sus problemas como no me ha sido dado ver en toda mi carrera. Hans había sufrido el tener una educación tan rígida y un mandato tan cerrado. En realidad, envidiaba a los que habían hecho lo que querían en la vida: los vagos, los artistas, y hasta los repartidores de pizza.
Hans me patentizaba un dilema ético personal, que nunca supe contestar. Ni como profesional ni como ser humano. Cuando uno se encuentra frente a una persona que quiere ser otra, y dejar salir de adentro ese “otro” que ha guardado; cuando el envase es de un prestigio y utilidad social ¿qué es lo válido, legítimo y real?
Esta especie de Mr. Hide comenzó a taladrarme desde que había llegado a mi vida. Cuando comenzó a intentar explicarme que él deseaba descubrir lo antes posible todo lo que había reprimido, empecé a sentir cierta zozobra, no lo puedo negar.
Su primera experiencia “distinta” fue repentina y contundente. Pero no imprevisible: se trató de una enfermera. Después se enteraría que ella había pensado que él tal vez fuera impotente u homosexual, porque hasta que aquel profesor picara esto le había costado las mil y una insinuaciones, tocatinas y apoyaturas varias. Hans había tenido con ella su primera experiencia sexual con otra mujer que no fuera su esposa, la primera “de parado”, la primera en un lugar público. Contaba maravillas sobre lo que había sentido, experimentado y disfrutado.
Como cualquier otra “primera vez”, confundía sus fantasías con aquello que hubiera en realidad pasado. Pero eso era lo que hacía más excitante toda la cuestión, y lo que lo motivaba a profundizarla. Pensaba que su aventura con la enfermera era algo a lo que llegaba atrasado en, por lo menos, treinta años. Y lo más complicado: se preguntaba en cuántas cosas más debería incursionar ahora, aun tarde.
Me di cuenta que poco podía hacer, más allá de lo que estaba haciendo: presenciar. Hans motorizaba cosas imposibles de frenar, cambiar o siquiera hacer reflexionar. Un día apareció en la sesión con un walkman Sony, flamante. “Se lo robé a un colega” confesó. La “T-shirt” que lucía era producto de un acto descuidista en una sucursal de Giesso. Me la mostraba en la misma sesión que me contó que sospechaba ser el padre del hijo que aguardaba su mucama, que por suerte estaba casada y que adjudicaba la paternidad a su marido.
Su esposa se comunicó conmigo y me pidió una sesión. Me contó que su marido “había cambiado mucho”. Que se emborrachaba todas las noches y provocaba escenas ridículas, como pelearse a muerte con el vecino porque su perro ladraba, o dejar plantado a su equipo para una operación por ir al cine.
Hasta que un día oí su voz preocupada en el teléfono y supe que ya no íbamos a poder hacer mucho porque Mr. Hyde había poseído definitivamente a Hans. Desde hacía una semana había empezado a salir con Marita, una artesana en Parque Lezama y juntos habían decidido huir a Bahía, a cantar y vender artesanías en cuero. El mayor inconveniente era el motivo de por qué debía huir sin mirar atrás: Hans había sido hasta el día antes el amante de la madre de Marita, y –peor- ella todavía era menor de edad.
Pasó tanto tiempo, que casi había olvidado esta historia. Hasta que el lunes pasado alguien dejó un mensaje escueto en mi contestador: “Por favor, Fernando, llamame a este número”. Era Hans, treinta años después. Le conté de mi retiro, así que nos reencontramos socialmente y lo derivé a un colega. Más viejo, gordo y pelado, vino a recuperar cosas, afectos familiares, recuerdos. Como si fuera posible vivir en una novela tan dura y poder salir indemne.

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