Saturday, January 13, 2007

 

EZEQUIEL

En algún momento de los setenta yo tenía un dinero de origen hereditario que me quemaba. Así que tuve que decidir si lo gastaba en un viaje por el mundo o lo invertía en algo. Ese algo fue participar en el negocio bodeguero, algo que nunca me interesó pero que hizo, por lo menos, que el capital se mantuviera bien. Mi socio en el proyecto fue Raúl, un joven muy paquete dedicado con pulcritud a hacer todo lo que estaba bien visto.
Ezequiel vino a mi consultorio derivado precisamente por Raúl. Su historia parecía calcada de un teleteatro, con él me di cuenta de la capacidad que tiene un psicoanalista de captar historias reales capaces de poder ser transformadas en ficciones, algo que se supone el camino inverso de lo que debería ser.
Ezequiel había cubierto un camino absolutamente predecible: fue a un “buen” colegio, había logrado una profesión “bien” vista, y en general seguía todos los parámetros que sus padres habían ya trazado para él. Luego de gastar dos o tres novias de apellidos lustrosos y elegantes, conoció a Delfina, otra top de la sociedad capitalina.
Aquella relación sorprendía a todos por su sinceridad: se habían entregado el uno para el otro y sólo se separaban por las cuestiones individuales rutinarias: estudiar o trabajar.
El matrimonio fue un éxito, celebrado por el arco social: pasaban los años y ellos seguían siempre así, juntos, siempre tomados de la mano y envidiados por sus pares, cuyos divorcios se sucedían en medio de riñas, cuestiones societarias y demás lindezas sociales.
Ezequiel vino a verme por primera vez bastante bajoneado y confundido. Nunca había discutido más que por superficialidades con Delfina, pero apenas unas semanas atrás ella lo había convocado en el living del hogar para confesarle su necesidad de separarse y empezar una nueva vida sin él.
Y él no sólo no entendía que ella ya no lo necesitara, sino que no se explicaba cómo vivir sin ella. El resto de los temas: hijos, negocios conjuntos, propiedades y proyectos si bien estaban en segundo plano, sólo ennegrecían el panorama que se abría ante el pobre Ezequiel.
Luego de aquella declaración de independencia iniciada por Delfina, las charlas diarias entre ambos fueron enmarcadas por los obsesivos –y por cierto obvios- “por qué” que comenzó a descerrajar el marido. Un ametrallamiento en principio ignorado por Delfina pero que, de a poco, fue venciendo. Ella comenzó a contarle sus verdaderos sentimientos, sus conductas ocultas, su real personalidad.
Detrás de aquella mujer que decía amarle, venerarle y guardarle respeto se escondía exactamente lo contrario: lo diametralmente opuesto. Una espantosa conducta bipolar.
Delfina comenzó confesando que nunca había podido ser fiel. Esto desmoronó a Ezequiel. Y no porque fueran historias tremendas de amantes de gran amor: a Delfina le gustaba mentir. Decir, por ejemplo: voy a la peluquería pero en realidad irse a un hotel con el encargado del edificio donde vivían. O vivir una pequeñísima aventura con el bañero en Pinamar, en la caseta donde guardan las sombrillas o tener sexo oral con el delivery de la pizza.
Ezequiel comenzó preguntando tímidamente, y tal vez rogando que ella ocultara todo. Pero Delfina había considerado que todo terminó, y no tuvo ningún prejuicio en relatar con lujo de detalles toda la maraña de infidelidades que había sido capaz de realizar en los seis años de matrimonio. Ni siquiera cada embarazo la había detenido. Eso sí: se había asegurado de que cada hijo fuera realmente del padre adjudicado, es decir el mismísimo Ezequiel.
Después de llorar todo lo que pudo, Ezequiel se dio cuenta que aquello no podía ser en balde: estaba recibiendo una lección de la vida que no iba a desaprovechar. Esto de que la gente no es como es, ni siquiera como parece ser.
Así que decidió conocer más sobre lo que era su mayor ignorancia. ¿Hasta dónde desconocía todavía de la persona que creía más conocer?
Comenzó a reunirse con Delfina y hacerle preguntas que nunca le había hecho. A medida que pasaba el tiempo desde la separación, ella se aflojaba más, y más contaba.
Sobre las infidelidades conoció el detalle insólito de cada una, por lo que comenzó a inquirir sobre las motivaciones. Parece que, animada por lo fácil que le resultaba, Delfina comenzó a urdir cosas cada vez más lanzadas: como la vez en que tuvo relaciones con un acomodador del cine mientras fingía ir al baño, con un mozo en un restaurant o con el propio suegro (hoy ya fallecido), algo que impactó en Ezequiel de una manera casi irreversible.
De todo esto me fui enterando en forma tan paulatina como el mismo Ezequiel, quien fue pasando del llanto de las primeras sesiones a la furia contenida y luego a la diversión que presupone conocer un personaje del que se consideró luego felizmente liberado.
Esta manera de interpretar los hechos desgraciados de la propia vida sirvió al muchacho para desear conocer más aspectos de la personalidad oculta de Delfina. Es que no podía ser que esta mujer fuera tan “original” sólo en el aspecto amatorio. ¿Cómo sería el resto?
No tardó en lograr respuestas no menos asombrosas. “Me cuesta salir de un negocio sin llevarme algo” le confesó. Creyó que entendía. Pensó que era otra mujer a la cual la deslumbraban las compras compulsivas. Claro que en este caso el término “llevarme” implicaba una extracción sin pasar por la caja y sin siquiera firmar el voucher de una tarjeta de crédito. Esto, que en el lenguaje científico se denomina “cleptomanía”, en el más comprometido lenguaje leguleyo se califica en forma rotunda como “hurto”. Muy desagradable.
Y a esta altura mi paciente sólo deseaba descubrir más. Nuestras sesiones se abrían a toda una serie de especulaciones que iban de la ciencia ficción al horror: ¿habrá matado? ¿corrompido menores? ¿habrá probado robar bancos? Ezequiel, subido a cierta paranoia, se preguntaba si no habría quedado implicado en alguno de los hechos producidos por la locura de Delfina. Y se angustiaba por descubrir si alguno de sus hijos conocía o había heredado alguna de las oscuras características de su ex. No tardaría en enterarse cómo Delfina seguía descendiendo a los infiernos.
Un día Magdalena, la más intima amiga de su ex, le pidió encontrarse con él.
- Eze: estoy muy preocupada por Delfi.
- Mirá que coincidencia: por suerte yo ya no...
- No jodas: creo que ella está muy mal!
- Bueno: yo no se si sabías que yo también estuve muy mal cuando ella me rajó de su vida. Pero afortunadamente, eso pasó y hoy estoy seguro de que estoy mucho mejor sin ella. ¿Y sabés por qué? Porque siempre fue una puta, y yo no me había dado cuenta.
- Precisamente se trata de eso lo que quería contarte. Delfina está dedicándose a la prostitución. ¿Vos sabías algo?
Aquello excedía cualquier cosa predecible un tiempo atrás: Ezequiel veía cómo Magda, la compañera de Delfina en la cofradía del Corazón de Jesús, confesaba finalmente hasta dónde conocía los desajustes finales de Delfina.
- Sabía que era una puta, pero hasta ahora no me constaba que cobrara... También supe que era ladrona...
- Ladrona, claro... es una metáfora...
- No, querida, nada de metáfora... Roba: mechera, cleptómana...
No me olvido aquella sesión con Ezequiel. Todos sus sentimientos se le confundían. Tenía pruebas contundentes de hasta dónde había llegado su mujer, y eso le dolía. También que lo hubiera engañado, que ella fuera como recién ahora la podía ver, que fuera la madre de sus hijos. Pero empezaba a sentirse liberado y pensando que, de rehacer su vida no debería cometer de nuevo un error tan horrible.
Pasados aquellos shocks, fuimos considerando que ya no necesitaba más del psicoanálisis: él, de a poco fue incorporándose a la vida sin sobresaltos de la rutina burguesa.
No volví a encontrarlo hasta algunos años después, de nuevo casado y ya viudo, y con un par de hijos agregados. Creo que, en síntesis, así suele presentarse la vida de intensa.
No suelo ser demasiado curioso. A veces me han criticado por eso: mi mujer por no investigar e informarla, mi propio analista porque si no investigo no le saco el jugo a mi trabajo. Pero esta vez fui curioso: en cuanto lo encontré a Ezequiel, le pregunté cómo le había ido. Primero se sorprendió con mi pregunta, pero después me dijo no recordar hasta dónde yo había tenido acceso sobre su propia historia.
Y así fue como me hizo una síntesis: al pobre le había continuado yendo mal: su segunda esposa falleció en un accidente en la ruta, y él no quiso volver a insistir con otro matrimonio. De Delfina no sabía mucho, salvo lo que contaban los chicos: se había casado con un diplomático argentino radicado en Europa y la pasaba bomba. Deducía que ahora era a ese hombre al que le metía los cuernos, y tal vez estafara en euros o robara en Harrod´s o El Corte Inglés. Ezequiel prometió retomar su análisis pronto, una frase que escuché cientos de veces en ex-pacientes que extrañan el ritual del diván, pero que después no llegan a cumplir por múltiples razones: olvido, mudanza, viaje o desaparición física.

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